Por Dante Gorena Vargas (Bolivia)
Si usted quiere saber qué hago yo aquí en esta sala de hospital, como si fuese un gil, acompañando a un don nadie en sus últimos estertores de gato moribundo, les diré que lo encontré casualmente como parte de mi rutina laboral. Suponiéndole víctima de alguna galopante enfermedad que ya le andaba comiendo el hígado lo mismo que el alma. Y si traía el alma desmantelada y los huesos en desorden, debió ser porque le faltaba muy poco para estirar las chanclas y así emprender su viaje fantástico de retorno a la nada, de donde mejor sería no haber salido nunca. Escupiendo los últimos chorritos de vida por su jeta partida y con la voz gangosa como lamento de quena desafinada.
Empecé a contagiarme de resaca al sentir su tufo trasnochado, reclamando mi presencia con sus ojos aguardentosos. Luego él se quedó viéndome, como si yo fuese el mismo demonio, enfundado en una parca medieval y recogiendo calaveras por gusto y placer. Pero no es cierto: al fin que ese traqueteo de huesos es pues mi oficio, y lo vengo haciendo por siglos de siglos. Yo soy una Entidad intemporal y omnipresente en este mundo terrenal. Tengo la voz hueca para mis adentros, lo sé; pero sabía también que el susodicho podía oírme en el fondo de su bóveda craneal, en un silencio recogido y apenas roto por una tos monocorde y su lamento sordo. Todo eso hacía suponer que el fin de su historia de todos modos estaba a un dedo de ser así. Había una resignación guardada incluso entre el resto de internos del nosocomio, confiando que todo ocurra sin transiciones, para que cese de una vez el espectáculo morboso de la muerte. Porque ya cuando se aparezca el señor cura, alcanzará esa paz celestial y lo suyo tendría que ser una extinción suave, por voluntad divina (no obstante haber sido más ateo que el mismísimo Mao). Al fin que él ya estaba pagando sus pecados terrenales desde el día que llegó a la vida, berreando, no tanto por hambre sino por culpa de una sed infinita de Baco.
Finalmente, el cura llegó incluso antes que lo hiciera el médico de guardia y luego ingresó prontamente, con más voluntad clerical que otra cosa; como dándose cuenta que, estando él allí, no habría de faltar un infeliz en el día y hora de su redención. La ceremonia de extremaunción cobró una atmósfera de abatimiento, llena de silencios. Y el paciente, de tanto aguardar con paciencia de Job, al momento de entregar su osamenta no pudo decir ni pío y al rato cerró los ojos, recogiendo su mirada atormentada en un último suspiro ahogado y sobrenatural (al final el susodicho ya se había resignado a no contar con la atención hipocrática de un pinche matasanos). Por lo que, no hubo tal confesión de rigor, pese a la voluntad clarividente del moribundo que cuánto no hubiese querido aflojar la lengua y confesarle al tata cura por qué fue que vino a parar hasta aquí y quién o quiénes fueron los que le dieron matarili.
Al menos estuve yo para escucharle. Esto fue antes de empezar a separarse la materia del espíritu en su natural desdoblamiento; y fue él mismo que se presentó ante mí con su nombre de pila: Juanito, alias el Medio beso.
Fue entonces que pude enterarme de lo siguiente:
El porqué de tan sarcástico mote (en clara alusión a una herida natural en su jeta), nace de la vez que se arrejuntó con un trío de bichos nocturnos y sedientos cómo él, esos que van por ahí consumiendo la noche con desespero. Y éste que, penas ancló sus patas cortas en un antro de mala muerte, solitario y aleteando por un buche de trago —con esa su cara de bronce y la voz partida por el puntazo que le dio el destino al momento de nacer—, le empezaron a llover las burlas.
—¿Qué me ven? ¿Nunca han ºisto a nadie con el ºabio ºeporino? —increpó al resto de parroquianos, que no habían dejado de observarlo, a tiempo de posicionarse en el antro, que ya de por sí olía a puro aguardiente
Así entonces les plantó la jeta, desafiante, ahora con un resto de orgullo y el acento nasal capaz de arrancar una risa intencionada de borracho. De hecho, compartió su regusto por la caña con otros tres nocheros más (y ellos que, hasta entonces, no se habían topado con un colega naturalmente gracioso como él), como caído del cielo
Un tufo friolento y ese aire cernido de la hoyada paceña, se metió también en aquella cueva de guácharos. Ya después, todos juntos, estarían compartiendo en una mesa para cuatro: con el Ratón Flores, el Loco Manuel y la Tota (el marica más feo que había inventado Dios); dejando crecer sus voces carrasposas hasta al filo del anochecer.
—A ver, ¿quién de ustedes me dará un ºesito en la ºoca? —aventuró Juanito, a tiempo de percatarse que cerca suyo había dos hembras de alquiler en su plenitud otoñal. Pero que, por el momento, no estaban en oferta y tampoco eran carne fácil para cualquier lumpen, como se podría pensar.
—¿Qué es lo que dice ese tipo? —cacareó una de ellas.
—Que quiere darse de besos con cualquiera de ustedes —le aclaró la Tota.
—Será pues un medio beso lo que puede dar el muy pendejo —retrucó la mujer, contagiándoles la sorna al resto de bebedores, quienes, al escuchar la respuesta, estallaron en carcajadas y a una sola cuerda, que irían rebotando en las paredes del lupanar.
Así fue cómo, después, el taimado advenedizo lograría zambullirse en su nueva vida —pero no por mucho tiempo, claro está—, arrastrando siempre su sombra sedienta por los vericuetos de una ciudad capital que nunca duerme.
Pero sucedió que una noche, de esas tantas cuando el frío aprieta las tripas y la manzana de Adán se contrae por la sed, los cuatro mosqueteros (finalmente inseparables, en esas largas noches de caña y bolero) se vieron envueltos en una trifulca de ebrios en el mismo sitio, por culpa de quién sabe por qué; entre puñetes y botellazos de ida y vuelta. Hasta que alguien dio el pitazo y, rápidos y furiosos, se aparecieron en el epicentro del zafarrancho una media tropa de carabineros, enfundados en un abrigado caparazón de pacay. Entonces ellos, a punta de toletazos, vaciaron la cueva y cargaron con los que pudieron hasta embutirlos en una patrulla 4 x 4, en medio de un diapasón de gritos.
—¡No más pa’ eso ºirven, ºarajo! —reaccionó el Medio beso y se puso huaso con la autoridad; lo que daría motivo para que le llovieran más toletazos sobre su aguardentosa testa, incluso en los destemplados tobillos.
Llevados por la fuerza hasta un retén policial, los enjaularon a todos en una apretada celda y al borrachín insurgente lo apartaron a otra más sórdida (dizque como escarmiento por “faltas graves a la autoridad”). Al tiempo que éste, ya con los huesos descalabrados y la voz nasal agujereada por el exceso de caña, suplicaba a grito herido para que dejaran de golpearle. Juanito era un apenas un monigote de barro cocido, un barro que lloraba su culpa con cuajarones de tinta sangre.
Después de ese triste episodio, poco o nada se supo de Juanito, alias el Medio beso. Hasta el momento en que vino a toparse de frente conmigo.
Pero hay algo más para cerrar el caso. Y es que, en el escueto reporte policial adjunto a la hoja de su internación, claramente se indica lo siguiente: “Traslado y posterior internación hospitalaria de una persona herida (N.N.); auxiliada por la patrulla policial como resultado de una pelea callejera, a hrs.13:45 a.m.”.
Todo esto me lo hizo saber el susodicho, ya con la voz extrahumana, en todo ese corto tiempo que estuvo convaleciente; lo suficiente como para encariñarme con él. Yo no iba a permitir que siga sufriendo y entonces me lo cargué.
El autor es 2do. Lugar. Premio Nal. de Cuento “Franz Tamayo”, 2017, Bolivia. 1er. Lugar.Premio Nal. de Cuento “Adela Zamudio”, 2022, Bolivia. 1er. Lugar. Premio Internacional de Microrrelato “Verso Inefable”, 2023, México.

Gracias. ¿Habra una impresiión en papel, como en años anteriores?
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