Vueltas de la vida

Por Dayanet Polo Matos (Cuba)

Una semilla con instinto suicida se apea de su fruta (disparada como proyectil de un camión de carga) y cae en terreno desconocido e inhóspito. Rueda por algo duro, que ella no sabe que se llama acera y está hecho de cemento barato, cementerio de las buenas intenciones y de una fila de hormigas que tuvo la mala suerte de pasar en el momento de su fragua. Mientras rueda piensa en lo que podría desear cualquier semilla de su especie: encontrar una tierra amable que le permita echar raíces y convertirse en un árbol frondoso.

La acera pertenece a un pueblo diminuto, llamado Esperanza, perdido en la geografía de Cuba. El antiguo Puerta de Golpe, porque literalmente “golpea” al viajero a su salida de Santa Clara con un paisaje campestre diferente por mucho del de la ciudad. Un cuadro donde abunda el verde y escasean los caminantes.

Nuestra simiente exploradora ha comenzado su trayecto justo en la carretera central, frente a los “Tres tristes tigres”. Tres puestos de venta de ofertas variables y semidesérticas, dependientes de mal genio, más la ausencia (sufrida) de asientos, porque se supone que los turistas tienen prisa. Se supone… La semilla pierde el rumbo justo al lado del primero, el de la casa azul, que a esta hora de la mañana siempre tiene pocos clientes.

La pequeña espera, bloqueada por gravedad y fricción, a que ocurra un milagro. Ignorante de que la muerte se acerca en forma de podredumbre si no alcanza suelo fértil en un margen de tiempo razonable. La punta de un zapato misericordioso, quién sabe si por broma, rabia o simple casualidad le da un golpe afortunado y continúa su periplo, siempre sin detenerse.

La esquina del correo de Esperanza, punto de encuentro y transporte de todos aquellos con ganas de llegar a Santa Clara, bien sea por trabajo o por placer. Aquí no se detiene mucho. Apenas le da tiempo a ver la aglomeración de jubilados que esperan para el cobro de su retiro. Hoy no hay mesa de venta de revistas frente a las puertas de cristal. Este día lo que se percibe es el agobio del calor junto al humo de tabaco de aquellos ancianos que merodean la construcción de paredes azul Capri, entrando por cualquiera de sus dos accesos, a pesar de que la fila oficial siempre se hace por la derecha.

Un militante de la escoba frunce el ceño y despotrica de aquellos inconscientes que le dan más trabajo. Con un movimiento experto de su arma de combate bota a la alimaña vegetal, en dirección a su carrito de basura, pero la semilla no está dispuesta a obedecer. Rueda como endemoniada hacia el frente, a la libertad. Pasa el santuario de libros olvidados conocido como biblioteca, que como todos los días está vacío. Atraviesa como un bólido la casa del vidriero, plena de cuadros y adornos de cristal, no apta para terremotos o enfermos del corazón. No aprecia el levantamiento de una ceja del vendedor de especias, próximo a cerrar porque solo le quedan cinco mazos de cilantro y pasa por debajo de la mesa del hombre que rellena fosforeras, quien ni siquiera la ve.

Es una simiente afortunada, no hay ningún auto en la calle en el momento que cruza y llega a una de las escaleras del parque de Esperanza, pero ¿cómo subir? La tierra la llama, escucha la voz melodiosa que le habla de cobijo y descanso.

Casi es mediodía y aún no llega a su destino. Los cuatro canteros del parque, con espacio para que ella crezca la reclaman, pero sigue abajo, con su necesidad insatisfecha. El parque es tan hermoso en esta época. Una tormenta tropical descargó sus lluvias y los árboles se visten de gozo esmeralda. ¿Cómo llegar?

Por vueltas que da la vida uno de los borrachos del pueblo se levantó temprano y ha visitado los lugares de venta de ron, todos vacíos. Amargado, llega al parque y sin pensar en los inconvenientes agarra la semilla y, de puro enojo, la lanza a lo lejos, con tan buena suerte que la inocente aterriza en uno de los parterres. Tiempo de empezar a echar raíces.

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