Por encima de ti

Por Susana Maldonado Ramos (México)

La pequeña Betty parecía un pajarillo desplumado, hundida entre las sábanas, cada vez más ligera y con la cara desteñida sobre la almohada que aún estaba húmeda de haber llorado. Era más de medio día y Beatriz no se animaba a salir de la cama, no podía ni abrir los ojos. Giró con pesadez su liviano cuerpo y se cubrió nuevamente el rostro sofocado de vergüenza y culpa. 

“No eres más que una perra vanidosa…” Sus palabras se parecían tanto a las últimas que él me dijo. Mira que venirlas a escuchar en boca de otro… Empiezo a creérmelas. Los hombres tienen distintas formas de herir. Algunos con palabras, otros embisten directamente el cuerpo. Él me decía “qué ojitos tan bonitos, muñeca. ¡Son los ojos más bellos!” Después, “no eres más que una perra vanidosa. No te entiendo, Beatriz, quieres todo de mí y nunca estás satisfecha.” Jamás entendió que hace tiempo se me rompió algo aquí adentro y, desde entonces, hundo mis dedos entre las costillas como en la pulpa de una fruta podrida, moviendo los huesitos de un lado a otro. Yo solo quería amarlo, pero ya no podía.  Shhh, ¿escuchas eso? Es el río que corre bajo mi piel, tengo las venas colmadas, por eso siempre estoy fría. Siente mis manos, mis muslos helados y déjate ahogar en este río que es mi cuerpo… Y aquel, ¿quién era ese maldito imbécil? ¡Por Dios! No recuerdo ni su nombre, no quiero recordar su cara. No podía abrir los ojos y ver al guiñapo de hombre que estaba sobre mí. Es tan asqueroso ver la realidad de frente que prefiero no verle a la cara nunca más.

Beatriz se sentía vieja, creía que ya lo había visto todo. En realidad, desperdiciaba su juventud, sus mejores años con los peores recuerdos; ocupaban su mente una y otra vez. Era ella y la tercera persona, la niña que se inventó para no crecer sola. Siempre viéndose desde lejos, juzgándose desde algún oscuro rincón de su mente. Le daba miedo esa náusea, síntoma constante de su desequilibrio; había empezado a adelgazar y solo quería vomitar la oquedad que le inundaba el estómago. Cuánto miedo habitar el mínimo espacio en soledad. Lloraba estirándose la piel de la cara. Esa era Beatriz, no era ninguna teatralidad, esa era su esencia, hecha de lágrimas, de agua fría, fluyente y salada. Parecía ser la primera mujer a la que un hombre había abandonado. Pero es que nadie le había enseñado a encausar sus emociones, a lidiar con ello. ¿Pero es que eso se enseña? ¿Eso se aprende?

Luego de aquellos espasmos, sonreía frente al espejo con la nariz enrojecida y los párpados hinchados, girando la cabeza de un lado a otro para buscar su mejor ángulo; secaba sus pestañas anegadas, maquillaba sus ojos, colocaba un penetrante bermellón en los labios que la hacían lucir mayor y salía a algún bar o café a observar a quienes también andaban en soledad. Si bebía, normalmente lo hacía hasta el punto exacto en el que aún no perdía la consciencia, así podía llegar a casa, trastabillándose ligeramente, pero con un caminar pausado para que nadie notara las copas, pues al ser mujer debía cuidar las apariencias, pero, sobre todo, la integridad. No le gustaba mostrarse vulnerable. 

Una noche se encontró con un conocido de la familia, el hijo de no sé quién con buenas referencias, estudioso, trabajador, respetuoso, lo que socialmente se conoce como “un buen hombre”. A Beatriz le parecía un muchacho feo y antipático, sin ningún tipo de gracia, pero al encontrarse con él entre la luz cálida de aquel lugar, les pareció buena idea ir por unos tragos y platicar para pasar el rato. Beatriz se fue desinhibiendo con el alcohol, habló sobre su trabajo mediocre, sobre la mala relación con su familia, de su soledad y del viejo amor que aún le dolía. El tipo solo asentía y de vez en cuando hacía una que otra pregunta, no por interés, sino por un morbo obstinado. Después de unas horas, él se ofreció para acompañarla a casa. Una vez frente al portón, ella lo invitó a pasar con la cordialidad de alguien que no acostumbra a recibir visitas. Él accedió. 

A esas alturas, Beatriz iba tan alegre, que había olvidado cuidar del punto previo a la embriaguez; se tambaleaba cada vez más, pero se sentía despreocupada porque ya estaba en casa. Continuaba bebiendo y balbuceaba frases incongruentes que en minutos la hacían pasar de la risa al llanto. Decidió animarse, puso música y con un suave bamboleo empezó a bailar para paliar la tristeza. Frente a ella se encontraba aquel sujeto que la admiraba arrinconado en un sillón, bebiendo de una copa que no vaciaba jamás. En un giro poco grácil, Beatriz resbaló y dio un sentón, dejando al descubierto sus nevadas piernas; quiso incorporarse, pero ya no tenía control sobre sus movimientos. El tipo enclenque la levantó del suelo y la condujo hasta su recámara. 

Mira qué ojitos tan bonitos, no vale la pena que sigas llorando por él, era un fracasado. Vamos, alégrate un poco… Pero Beatriz no lloraba por su viejo amor, lloraba porque sabía lo que iba a suceder y empezaba a tener miedo. Él la recostó mientras le acariciaba la cara con cierta compasión, como quien le habla al animal que está a punto de degollar. Beatriz articulaba palabras con dificultad y negaba con la cabeza. Apenas podía mantener los ojos abiertos y lo empujaba inútilmente del huesudo pecho. Ante la resistencia, él escupió: no eres más que una perra vanidosa… Entonces todo oscureció para Beatriz sin saber por cuántas horas. Cruzó el límite que tanto había cuidado en otras ocasiones: el de perder la consciencia. 

Al despertar entre el frío de la madrugada, Beatriz reconoció su habitación, percibió su desnudez y halló a un lado el nauseabundo cuerpo desnudo del conocido de la familia. “No puede ser, no puede ser.” Se repetía Beatriz, mareada aún, con un estallido en los párpados y un golpeteo como de canica gigante en la sien. Despertó a aquel hombre y con la voz ahogada le pidió que se fuera. 

Beatriz ebria todavía y con los ojos entrecerrados, alcanzaba a ver el desorden de la intrusión masculina y se decía, impulsándose de una pared a otra, debo limpiar esto, ya habrá tiempo de sobra para arrepentirse. Una vez recogida la evidencia, deambuló hasta tumbarse en su cama. Los hombres tienen distintas formas de herir, algunos con palabras que resuenan como gritos sumergidos en el pecho durante las noches de insomnio, otros atacan directamente el cuerpo: un apretón de muñeca, una bofetada, incluso un puñetazo limpio o un dolor en el vientre, entre las piernas y el sexo, algo para recordar que siempre están por encima de ti… La pequeña Betty lloró en su almohada hasta quedarse dormida, con un nuevo dolor en el cuerpo, sin saber que aquella noche le dolería toda la vida. 

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