Por Claudio Mamud
Otra vez ni siquiera le dejaron desenvolverlo. Ya no se enojaba; se ponía triste, porque hacía casi dos siglos que nadie deseaba ver su cuadro.
Pero no cejaba. La última vez que pudo descubrirlo fue ante el cardenal Luigi di Liprido en la catedral Santa Maria del Fiore, en Florencia.
—¡¡Ciarlatano, ciarlatano!! —ladró el cardenal apenas vio el cuadro. Y sin decir más, le hizo un gesto al sacerdote con el que había llegado, y se fue.
No, él no era ningún charlatán.
Se detuvo en la calle con anacrónico empedrado para observar el ligero desgaste del terciopelo azul que revestía su obra. Al regresar a su casa, lo cambiaría. Luego de descansar, se tenía que tomar un avión para poder llegar a tiempo a la Catedral Metropolitana de México. El sacerdote que lo atendió por teléfono le dijo que lo recibiría. No había comprendido bien qué le iba a mostrar.
El idioma no era un obstáculo. Salvo algunas lenguas de África, los conocía todos. Cada aceptación a recibirlo era una nueva esperanza.
Estando en un momento, en Ámsterdam, se había alojado a pocos metros de donde vivía un hombre que le parecía confiable porque acostumbraba saludarlo siempre con el mismo gesto: alzando levemente su boina negra. Resultó ser un pintor conocido por entonces, y mucho más luego: Rembrandt Harmenszoon van Rijn. En una taberna, guiado por el exceso de cerveza, le contó de su retrato. El de la boina, por curiosidad o porque deseaba evitar una noche que preveía larga y aburrida, le pidió que se lo mostrara.
Rembrandt observó el retrato largo tiempo. Cuando su autor estaba pronto a envolverlo, le solicitó poder contemplarlo unos minutos más. Esa noche Rembrandt se fue muy alegre, hasta lo había abrazado. Le agradeció mucho haberle permitido contemplar el retrato, pero, al día siguiente, al encontrarse en la calle, apenas si lo saludó.
Le quedó claro que tampoco le había creído. Se reprochó por igual la cerveza y la confianza que le dispensó. Se horrorizó al pensar en qué más podría haber sucedido al no tener control pleno de sus palabras, de sus acciones. No bebió más. Ciento setenta años después, descubrió el rostro que él había pintado en un óleo del mismísimo Rembrandt. El célebre barroco holandés lo pintaba los días en que bebieron juntos: La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp. Ahí está Él, todos pueden verlo; con el color de su piel hábilmente aclarado, es uno de los observadores de las manos del galeno. Nunca intentó contárselo a nadie. ¿Quién lo escucharía?
Al principio, pensó que no le creían por ser judío.
Las veces que pudo mostrarlo, recibió los mismos comentarios: “No, ese no es Él”. Después lo llevaban ante alguna de las imágenes que estaban en la sala y le preguntaban: “¿No ve que el color de su piel es distinto, también sus ojos y el cabello?”. A continuación lo trataban de falsario, de hereje, de mentiroso, de intentar obtener fama y dinero por medio de un engaño fácil de comprobar.
Y él se callaba. Algunas veces se animaba y decía: “Es que Él era así…”, y pensaba lo que debería decir, pero que nunca salía de su boca: “… Yo lo conocí”. Pero sabía que eso solo serviría para que lo trataran de estafador o loco. A lo largo de tantos siglos —¡más de veinte!—, vivió en los más diversos lugares, pero nunca en una cárcel, y mucho menos en un manicomio.
Estaba seguro de que Él era así. Esa vez, apenas lo perdió de vista, vislumbró que Aquel, que tan lentamente caminaba, era distinto a los demás.
Luego cerró la puerta de su tienda, que también era su casa, y dio vuelta una tabla que ya había usado para pintar uno de los tantos paisajes que le maravillaban de Jerusalén, su ciudad. Porque todos lo tenían por zapatero, pero también pintaba.
La pintura relajaba las tensiones que su oficio le provocaba. Nadie aceptaba el precio de su trabajo; regateaban hasta que lo dejaban exhausto, y él accedía porque debía comer. Eso le molestaba, aunque él también regateaba cuando hacía sus compras en el mercado.
Dio vuelta la tabla, y con la cera y los pigmentos que le quedaban, pintó el rostro, el verdadero rostro que Él tenía. Sospecho que, mientras preparaba la superficie de la madera y elegía los colores, no sospechaba de la inmortalidad de quien estaba pronto a retratar. ¿Quién podría haberlo imaginado?
A lo largo de los siglos, varias veces lo pintó de nuevo, al comprobar el desgaste de la pintura provocado por el tiempo. Se enorgullecía de haber podido inmortalizar en su retrato, con su simple espátula y sus pinceles, la última mirada que Él le dirigió. El resultado fue una obra en la que logró plasmar menos el sufrimiento que la ternura del retratado.
En la Edad Media lo pintó de nuevo con óleo y, para su alegría, perduró. Los retoques que hizo desde entonces fueron mínimos. Lo más importante ha sido mantener su verdadero rostro en la tabla… mantenerlo para los demás, porque él nunca se lo olvidará. Tampoco olvidará lo último que vio de Él, su agobiada espalda cargando la cruz. Tuvo tiempo de contemplarla porque se había quedado pensando en las palabras que le había dirigido cuando le negó la posibilidad de descansar en la entrada de su tienda mientras caminaba llevando la pesada carga. Ahora solo espera el regreso que le prometió para, por fin, poder descansar.
Consideró que la culpa, que cargaba como una joroba que le pesaba y lo deformaba, podía ser atenuada si lograba que se aceptara su retrato y todos lo vieran como realmente era. Sus actos obedecían a la necesidad de obtener lo imposible: el perdón.
Nunca imaginó que él mismo sería una leyenda. Pero él no era una leyenda, existía. Pero, ¿a quién podría decírselo? Por suerte, ahora, a comienzos del siglo XXI, pocos conocían su historia. Por eso al llegar a México se haría llamar José Cartáfilo. Dos décadas antes, en Barcelona se presentaba como Antonio Ahasvero. Se divertía cuando algunos le preguntaban cuál era el origen de su apellido.
Se acostó pensando que quizá en la catedral mexicana podría mostrar el retrato, y en las consecuencias de su difusión. Si no lo atendían o no le creían, igual debía continuar con su destino de eterno errante.
