Por Lediher David Armas Sánchez
Un año después de haber sido encerrado en aquella celda cubierta de musgo y desprovista de ventanas, aprendió a comunicarse con la soledad. Sus días resultaron extensos. La oscuridad fue la única compañía que se le permitió. Calculaba el tiempo por la temperatura que alcanzaban las paredes, solo así diferenciaba el día de la noche. Los carceleros eran humillantes, de comportamiento opresivo. Le arrojaban obscenidades a la celda y lo torturaban mostrándoles los placeres de la vida que no volverían pronto. Era un hombre de rotunda paciencia, pero todo en él tenía un límite. A más de uno golpeó contra los barrotes sin importarle la consecuencia de largos ayunos en los que permanecía envuelto en un rincón.
Tenía las uñas pobladas de mugre. Las usaba para escribir sus ideas en los muros. Su única herramienta de desahogo. Un día, tras apretar su índice contra la pared, sintió que la distancia recorrida fue superior y distinta a la de otros trazos. Entonces apretó y apretó en el mismo sitio día tras día. Primero fue el índice y a la semana, con dedicación y paciencia, logró el espacio en el que cabía su mano entera que pronto dio paso a su antebrazo. Cuando el codo alcanzó el nivel de la pared, sintió que su mano quedaba libre y que un calor inusual la acariciaba y la recogió con miedo hacia sí. Un rayo de sol le dio en el rostro y lo obligó a cerrar los ojos para aliviar la ceguera momentánea, más la esperanza de mirar afuera se expandió por todos los recovecos de su ser.
¡Hermoso! Fue todo lo que pudo pronunciar en medio de su banquete. Respiró aire nuevo que expulsó en estornudo. A su vista y oído acudía el vuelo y el sutil trino de pájaros libres. A lo lejos la silueta de la ciudad. Tierra querida y extrañada. Mercado de triunfantes comerciantes, hogar de familias numerosas. Origen de la alfarería, cuna del barro y el hierro. Hierro puro de olor repugnante, barro oscuro y deforme. Allí conoció a su mujer. La que conciliaba el sueño con la bata amelcochada de arcilla. Quien lo enseñó a manipular el metal. La que amoldó su corazón con las manos. Madre de sus hijos. Lecho donde reposar el cansancio del día. Todo lo que tenía en la vida y que el juez se lo apartaba.
Miró adentro y repasó su aspecto. Vestía harapos, los colgajos de tela habían tomado un color sucio que mezclados con sus carnes flácidas le impregnaban una visión deplorable.
Llevó afuera la mirada y le pareció ver a lo lejos el trajín de su mujer en la crianza de sus hijos y el alboroto de estos en la casa. El llanto se apoderó de él. Se preguntó cómo se la estarían arreglando para subsistir en estos tiempos de epidemia. La alegría y la tristeza venían amalgamadas a su encuentro. Le reconfortaba la vista del exterior, pero le afligía la idea de que pronto vendrían a tapar el hueco y quedaría otra vez a la sombra de todo. Pensó en el juez, pero no como otras veces en las que lo maldijo. Pensó en él con curiosidad. Lo recordaba joven, no tendría más de treinta años cuando dictó aquel fallo terriblemente severo. Le restaba un año para cumplir su condena. No requirió de cuentas para esa conclusión porque era un dato que llevaba a diario. Solo un año-pensó con esperanza y con la imagen del juez en su cabeza. Lo invadió la pena, una pena nueva y desoladora por el juez. Se preguntó si el joven magistrado tendría esposa e hijos a los que volver después de cada sentencia.
