Por: Jaime Hidalgo
De niño cerraba los ojos
cuando el acero entraba
como un insulto en la carne.
Ahora me parece profundamente bello:
el instante en que ambos,
animal y hombre,
son iguales ante la muerte.
Algo en esa danza cruel
—la sangre que cae como óleo espeso,
el gemido que no se oye,
la mirada que no suplica—
me devuelve a lo sagrado:
un animal muriendo
por el espectáculo
de nuestra humanidad.
El arte también es esto:
un sacrificio,
una mentira bella.
Una mentira.
