Por: Yuleisy Cruz Lezcano
Una escena le vibra en la memoria,
es eco sumergido en lo interminable,
camina cercada por el grito de lo diario,
y el mar le lame los talones con preguntas.
Las voces se le escurren, aceite en la noche,
acarician su nuca como madres ausentes.
El verano huye, se vuelve promesa,
sin llegar como la infancia,
que la espera en la esquina.
Nació sin recordar el color de la sangre,
sin animales ni fuegos ni rezos,
sólo una boca incapaz de pronunciar amor,
y una tierra que olía a viento herido.
Las calles eran nidos de pasos perdidos,
gacelas escondidas bajo mandiles verdes.
Ella, apenas un gesto sin espejo,
cubriendo belleza con el polvo del mundo.
Difícil sonreír, incluso ante la alegría,
como esa jirafa que se enamora sin saberlo.
Sus pensamientos dormían lejos del pecho,
y la poesía era su jaula de terciopelo.
Leía libros como si fueran oráculos,
robados al olvido, ofrecidos por el azar.
Quería que su sangre hablara otro idioma,
que su piel contuviera el destino de otro ser.
Frente a cada estrella sonreía
y en cada ausencia
se desdibujaba, se volvía otra
con tal de no ser ella.
