Por: Kevin Estive Marin Martínez (Colombia)
En la habitación todo parecía ser diferente, acaso más seguro. Tenía un espacio apropiado, cómodo para permanecer algunos días y sin la humedad fangosa que caracterizaba a las casas del pueblo desde hacía ya un buen tiempo. Por un momento, le vino la idea de que quizá con un poco de suerte podrían sobrevivir allí dentro hasta que algo del panorama cambiara, si es que eso llegara a ocurrir. En esa meditación, la mirada de Mauricio se regó por todas las esquinas visibles del cuarto, indagando en las posibilidades del mismo, pero sin focalizar nada concreto, se rascó la cabeza como si se le hubiera montado una sanguijuela y esta le succionara la tranquilidad. A pesar de los muertos y lo inexplicable que se había tornado todo desde que supieron que el fin estaba cerca, que este iba a ser el último capítulo de sus vidas, a Mauricio aún le quedaba un presentimiento, esa sensación de creer con anticipación que iba a sentir cierta emoción por un suceso puntual o su desenlace. Este era uno de los buenos presentimientos. Eso creía, o eso quería creer, aunque las ideas que le surgían seguían siendo muy confusas para intentar sacar conclusiones concretas en ese mundo que parecía haberse fundido con el infierno desde hacía apenas unos días.
– ¿Será que no hay otra manera Fabio? Le preguntó a su amigo al que ahora solo le podía ver los pies que le salían por debajo de la cama.
– No la veo.
– De pronto… si esperamos un poco… quizá…
– Era una cajita ajedrezada que tenía acá debajo. ¡Juepúta ¿dónde está?!
– Tal vez nos convenga más no encontrarla. – Le respondió mientras Fabio salía de debajo de la cama a lo gusano que intenta arrastrarse hacia atrás – Y ¿Si pensamos en otras salidas?
– Es que ya las pensamos Mauro, no las hay, creí que ya estábamos claros con eso. Téngame aquí más bien – Y ya de pie, levantó el colchón por una esquina y juntos lo recostaron sobre la pared.
Cuando las tablas empezaron a volar hacia los lados, Mauricio recogió parte de las sábanas que estaban regadas por el suelo y las acomodó tapando todas las rendijas que quedaban en los extremos de la puerta y de la ventana; y ya frente a esta última, vio en el cristal cómo su reflejo se contraponía a la oscuridad del otro lado de la calle, qué solitaria, dejaba al viento orquestar una melodía fétida sobre la noche.
– ¡Por fin! – dijo Fabio a sus espaldas con una exaltación en su voz que a Mauricio le pareció algo eufórica, con un tinte de alegría que hubiese preferido no escuchar.
Era una cajita pequeña, adornada con cuadros negros y blancos que le cubrían todo el contorno. De allí, Fabio sacó un crucifijo y tres gramos de cocaína que tiró al suelo, como lo hubiera hecho con cualquier envoltura de un dulce de cien pesos, para al final sacar el revolver con cierta lentitud que oscilaba entre la observación y la excitación:
– Más bien guardé eso otra vez Fabio, aún creo que no es del todo necesario, podemos esperar un po…
– ¿Esperar más? ¿En serio no ha sido suficiente para usted? Yo no puedo seguir con esto, hay que pararlo. – Liberó el tambor del arma, lo miró y lo cerró. – ¿Si ve? Se lo dije, aún quedan dos.
Mauricio le lanzó una mirada silenciosa a Fabio como esperando a que él también dudara un poco, sin embargo, no dejó de saber que carecía de argumentos para convencerlo.
– No, no, no – Repitió Fabio dando dos pasos hacia atrás mientras cargaba el arma. – No haga esto, ya no hay forma de que cambie de opinión. – dijo con la voz agrietada y un par de finísimas lágrimas iluminaron ambos cachetes – No soy capaz, no soy capaz con esto.
Acomodó el martillo del arma, solo bastaba un mínimo toque en el gatillo y la habitación estaría tan roja de sangre como lo estaban las calles del pueblo. Para Mauricio el tiempo se hizo más lento cuando vio que Fabio ya marcaba el trayecto del cañón hacia su propia cien, y alcanzó a creer que había reaccionado muy tarde cuando se le tiró encima para evitar que apretara el gatillo. Forcejearon unos cuantos segundos que a ellos les pareció durar mucho más por lo exhaustos que terminaron. Sus fuerzas, que se anclaban inevitablemente en el empate, no se hicieron daño ni se doblegaron la una a la otra hasta que el primer proyectil fue disparado. El cristal de la ventana se rompió a la espalda de Fabio y este se derrumbó aturdido, envuelto en llanto bajo el marco de la misma ventana y sobre los innumerables fragmentos de vidrio. Mauricio, que había logrado ganarle el treinta y ocho a Fabio, absorto, apuntó con una inquietud visible en sus manos hacia el otro lado de la ventana. El silencio que había reinado en los últimos minutos iba siendo opacado luego del disparo por el llanto que empezaba a escucharse de Fabio desde su rincón. El frío, por su parte, empezó a invadir la habitación y el volumen de los quejidos de Fabio siguió aumentando.
– Ya no hay nada que hacer ¡Máteme! ¡Dispáreme Mauro! Que eso no es nuevo para ud – Le gritó entre lágrimas.
Mauricio, con el arma en su mano apuntando aún en la misma dirección a la que había disparado hacía un momento, sufrió una metamorfosis en su rostro que terminó transformándolo en una mueca de horror y que parecía llevársele el entendimiento. Fabio desde el suelo lo presenció todo: la neblina blanca y cegadora que se cernía en los cuerpos, que se inyectaba en los ojos y borraba el mundo a las personas, que se llevaba la razón y traía el dolor. Era todo lo que los predicadores del fin venían profetizando desde hacía ya un buen tiempo en las redes y la radio, y lo que él había intentado evitar desde que lo escuchó por primera vez. Entre sus lágrimas, la imagen de la cara contraída de su amigo con sus ojos blanquecinos se le contraponía a esa misma cara, pero la versión de un par de semanas atrás, limpia y tranquila, diciéndole a los monjes predicantes en el centro que nuestro destino no estaba guiado por una profecía, sino por los bancos y por la voluntad de cada quién. Ahora era evidente y aunque intentó por todos sus medios llevar a cabo su propio final, supo de inmediato que el final ya los había alcanzado antes y se resignó a un solo llanto entre sus piernas.
Mauricio no volvió a parpadear ni a mirar nada más que no entrara en el campo visual que delimitaba el marco de la ventana. El temblor en su cuerpo, el síntoma que según los predicadores era la purga del dolor y que implicaba un gran sufrimiento interior, acompañó el trayecto del revólver hasta su propia barbilla
-Tenés razón Fabio, no hay nada que hacer, este es el final y esta es mi bala. Qué presentimiento tan absurdo – atinó a decir expulsando una baba rojiza y preso de ese temblor incontrolable que solo se detuvo tres segundos después de apretar el gatillo.
Fabio ya lo había empezado a sentir: ese aire contaminado que subía por sus fosas y le pintaba el blanco en su mirada, una ceguera llena de imágenes de otro tiempo, visiones que se fijaban en su cerebro de todas las veces que con esa misma arma había cegado varias vidas junto a Mauricio, era como una película que le pasaba por el frente y lo sumergía en el dolor que había germinado en tantas personas y sus familias, cuando se creían los dueños del barrio con su micronegocio de drogas que nunca prosperó. Después sintió que su corazón literalmente se le derretía por dentro y llegaron esas ganas de arrancarse la piel, de morderse la lengua, de sacarse los ojos, de extirparse de la existencia. Ahora, sin munición, sabía que lo que venía no sería nada.
