Por: Diego Antonio Pineda Davis (México)
Como limpiador de cisternas, Don Goyo había visto de todo: desde objetos sin valor como peluches o muñecas extraviados, fotografías, ropa, ratas ahogadas y hasta el rígido cadáver de un perro metido en una bolsa de basura. Ya nada le sorprendía. En cierta ocasión, había encontrado un botecito de vidrio, de esos de mermelada, con monedas en su interior. Obviamente, no avisó nada a los dueños de la casa, y más tarde ese mismo día ya las había llevado a la casa de empeño. Resultó que se había encontrado un total de diez monedas de oro de alguna época antigua. Pero como se sabe, el vicio se lleva pronto el dinero, y a Don Goyo no se le acabó la sed de alcohol, pero sí se le acabó el dinero. Y de cualquier modo, como le dijo su esposa, ya harta de aquella vida de calvario: él nunca había sido bueno para administrarse económicamente. “Es más, pinche Goyo, tú nunca has sido bueno para nada”, había rematado ella. Por supuesto, tuvo que pegarle para dejarle en claro que el que mandaba ahí era él, la cabeza de esa familia, y que si no le gustaba, ya podía irse bien lejos con todo y los escuincles, que ni eran de él, a ver si el puesto de quesadillas le daba para mantenerlos.
En otra ocasión, le tocó ir a trabajar en una casa de gente de dinero. Querían la limpieza de la cisterna y luego un cambio de cabezal para uno de los inodoros. Lo contactaron gracias al anuncio del periódico, en cuyo encabezado ponía el servicio ofrecido y un precio de descuento, y que había sido idea de la misma Mari, su esposa: “Para que tengas más clientes, pinche Goyo. La cabeza no se hizo nomás p’al sombrero.” Claro que en aquella ocasión también le pegó, pero luego se disculpó con ella, porque después de todo había sido una buena idea. Bien dicen que dos cabezas piensan mejor que una.
Ya vacío el enorme contenedor, inició la limpieza antes de subir para la reparación del baño, pero cuando iba por la mitad, encontró algo que le llamó la atención casi de inmediato: era un objeto ovalado, tirado en un rincón de la fría y húmeda cámara en la que se encontraba. Se acercó a él a paso lento, con el alma en vilo, y se percató de que el objeto estaba envuelto en una bolsa de plástico transparente. Con manos temblorosas, la cabeza dolorida y la boca seca por la cruda a causa de la borrachera de la noche anterior, levantó el objeto, como adivinando lo que iba a encontrar. Lo desenvolvió y entonces confirmó que se trataba de una cabeza. No era la cabeza de algún roedor ni de cualquier otro animal, sino nada menos que una cabeza humana. Cuando gritó horrorizado y la dejó caer, el objeto orgánico golpeó el suelo produciendo un espeluznante chapoteo. Los apresurados pasos de los dueños de la casa llegaron hasta sus oídos por encima de su propia cabeza, que también daba vueltas en la oscuridad, tanto que estuvo a punto de vomitar los frijoles de la mañana, que al final le había aventado a su esposa a la cara (dándole en la cabeza), con todo y plato, porque habían quedado insípidos y además estaban fríos.
“¿Qué pasó, Don Goyo? ¿Todo bien?” Preguntó la mujer. Don Goyo solo alcanzó a emitir un débil “Ay, señito”. “¿Está usted bien, Don Goyo?” Preguntó el esposo. “Es que… Es que aquí hay una cabeza”, explicó el trabajador, con voz aguda y temblorosa.
Hubo un silencio en la parte de arriba, y entonces escuchó cuchicheos, seguidos de gritos. “¡Por eso, siempre es mi culpa que se te olvide dónde los pones, Marta!” “Sí, grita más. Te está oyendo el empleado, a lo mejor quieres que te oiga todo el fraccionamiento.” “¿Sí? ¿Andamos de sarcásticos? Pues a ver si te gusta bañarte con la mugre del señor, porque ahora no podemos dejar que se vaya.” “¡Ay, por favor, Gerardo, nos estuvimos bañando con la pinche cabeza ahí pudriéndose desde hace una semana! Te dije, recuérdame sacarla de la cisterna porque la otra semana vienen a limpiarla. Pero ¿sabes qué? Ahí te haces cargo tú.” “¿Qué vamos a hacer con su camión de agua?” “Ay, no sé, Gerardo, resuelve.” “Ah, ¿sí? Pues yo me encargo de la pipa, pero ahora tu chistecito se queda ahí hasta que volvamos a viajar a Cuernavaca”.
La discusión seguía arriba, mientras abajo, Don Goyo veía la manguera de su pipa de agua subir deslizándose hasta la superficie, y la tapa de la cisterna ser empujada con lentitud hasta privarlo de todo rastro de luz, sin entender del todo lo que estaba pasando. Quiso sacar su linterna, pero recordó que la había dejado en el camión. En los bolsillos llevaba una caja de cerillos, pero en el interior de esta solo quedaba un par de los mismos. Encendió uno, como si la luz que producía la cabeza del diminuto palito fuese a servir de algo, a lo mejor para consolarlo un poco, pero la llama se extinguió un par de segundos más tarde. Encendió el otro, el último, alcanzando a ver la siniestra bolsa de plástico una vez más antes de quedar sumido en la oscuridad total nuevamente, rodeado por un silencio absoluto, solo roto por su respiración jadeante, en el que se habría podido oír incluso la caída de una cabeza de alfiler. Fue aquel silencio, sobrecogedor y pesado, lo que lo hizo apanicarse y comenzar a gritar desesperadamente, tanto que en un punto incluso se puso a llamar a la Mari. Al poco rato empezó a escuchar el agua caer, y ya no tuvo fuerzas para seguir gritando.
Cuando en la colonia le preguntan a Doña Mari, que ahora encabeza un exitoso negocio de desayunos, qué fue de su esposo, ella responde que no sabe, ni le importa. “Ando más contenta así. La verdad es que yo solita puedo con el puesto. Bueno, mi niña, la más grande, me ayuda porque ya no quiso seguir en la escuela. Mejor así, ya no me da preocupaciones ni dolores de cabeza. Viera que ni falta me hace ese viejo pendejo, pero es que le meten a una muchas ideas de que dependemos del marido. Quién sabe dónde tenía la cabeza cuando me fui a juntar con él. De todos modos, nunca fue bueno para marido. Es más, nunca fue bueno para nada.”
