Por: Amelia Apolinario (Cuba)
Éramos dos artistas sin más futuro que el día en curso. Ya no hacíamos el amor y me pregunté por qué estaba en aquel catre lleno de chinches junto a un hombre que ni siquiera podía garantizarme el croissant del desayuno.
—Voy a volver a la casa de mis padres—le dije sin mirarlo, su rostro, ahora de pómulos filosos como puntas de lápices, había dejado de ser atractivo. Apenas podía reconocerlo entre los pelos hirsutos de su barba. La miseria no le sentaba bien y a mí, tampoco. Mi pelo sin lavar daba la impresión de tener un animalejo trepado en la cabeza y los vestidos entallados que traje conmigo a París se habían convertido en inmensas carpas. Tuve que vender algunos y con ese dinero nos mal alimentamos unos días en los que Gérard holgazaneó más que de costumbre. Ya ni siquiera iba a Place du Tertre a proponer sus cuadros, en su lugar tenía que ir yo, con los cinturones pegados al espinazo. La gente no miraba los caballetes que con tanto esfuerzo llevaba a cuestas. Bastaba echar un vistazo alrededor para descubrir que Gérard no tenía futuro. Él debió percatarse y no volvió por allí. Podía entender su frustración, yo tampoco había tenido suerte con mis obras de teatro; las compañías, grandes y pequeñas, me hicieron saber que no iban a comprometerse con una dramaturga desconocida. París nos rasgó los sueños con sus enromes zarpas de prostituta… solo quedaba traficar sexo, pero nadie pagaría un centavo por un par de guiñapos como nosotros. ¡Quizás el circo, Gérard!, le dije una madrugada en que nuestros estómagos se retorcían por el hambre como los vientres de bailarinas orientales. A lo mejor encontramos trabajo en el circo. ¡Nos pueden presentar como el hombre y la mujer más flacos del mundo! Él me miró con ojos bovinos, la idea no parecía entusiasmarle, ninguna relacionada con trabajo lo hacía. ¿Entonces qué haremos? ¿Echarnos a morir en este camastro? No hubo respuesta, supe que ese era su plan y frente a sus narices, hice mi maleta.
Al llegar a casa me prometí hacerle misa con el padre Eugène. Él iba a entenderme, Gérard no necesitaba sus órganos, yo sí: el tren en París es caro.
