Tortura

Por Daniela Perlín Vega (México)

A los gritos no les basta la boca, necesitan recurrir a las paredes para retumbar, para extenderse en el eco hasta el infinito del silencio. El sonido que escuchamos aquella vez parecía provenir de una de las casas cercanas, pues no había nadie más en la calle aparte de nosotros dos. Confiando en la orientación que proporcionan los oídos, nos acercamos a la fachada más vieja, de donde creímos haber percibido aquel lamento infernal. Si bien el portón estaba cerrado con llave, una de las ventanas solo estaba cubierta con cortinas, así que entramos, a pesar de que éramos dos adolescentes enclenques e idiotas incapaces de defender a nadie. 

La sala era, me atreveré a decir, acogedora. Dos sillones grandes de tapiz marrón, y un pequeño sillón del mismo color, donde un hombre de unos treinta años de edad leía, sin prestarnos demasiada atención, como si fuera natural, que dos personas irrumpieran en su propiedad a través de la ventana. A espaldas del anfitrión, había un librero que ocupaba una pared entera. No había televisor.

-Escuchamos algo raro –dijo mi amigo, con actitud desafiante.

El anfitrión estiró su brazo para dejar el libro que había estado leyendo, sobre la mesita que se hallaba rodeada por los sillones. Era un libro de solapas aterciopeladas y las hojas parecían amarillentas, una antigüedad probablemente. El hombre se levantó entonces. Era muy alto, delgado, pálido, sin cabello. Aunque poseía una nariz que afeaba su rostro, sus ojos grisáceos lo compensaban un poco.

A mí no me hizo nada. Comenzó a hablar en otra lengua, yo no la entendía, sin embargo, a juzgar por las expresiones de mi acompañante, él definitivamente sí estaba comprendiendo las palabras de aquel extraño. Desconcertado, jalé a mi amigo para que saliéramos de ahí, pero él se resistía como si quisiera seguir escuchando todo, incluso intenté cargarlo y de nada sirvió, continuaba aferrándose a permanecer ahí, frente a ese infeliz. 

El tipo solo pausaba su discurso de vez en vez, para reírse de mí, de mi desesperación, porque mi amigo había comenzado a llorar. Terminamos ambos desmoronados en el suelo, sin que el hombre hubiera usado la fuerza física contra nosotros. Las lágrimas, que también yo había comenzado a soltar debido a mi inutilidad para ayudar, me habían dejado exhausto.

Cuando ese loco se calló al fin, sin más palabras raras ni carcajadas de burla, mi amigo se abrazó a mí débilmente, ocupando sus últimas energías en gritar, fue un sonido terrible, quizá igual al de un torturado en el averno. Era exactamente el mismo grito que habíamos oído minutos –u horas, no tengo idea- atrás. Un grito al que no le fue suficiente la boca, ni las paredes, ni el tiempo presente, puesto que se prolongó hasta el pasado. No había sido para pedir ayuda, sino una advertencia, la cual ninguno de los dos habíamos sabido interpretar.

-¿Qué esperan para largarse?- dijo el hombre luego de un rato. Había vuelto a sentarse para retomar su lectura.

-¿Qué fue lo que le dijo?- le pregunté, mientras recuperaba fuerzas.

-El sufrimiento individual es incomprensible a los oídos ajenos. Ni siquiera yo sé lo que le dije– explicó el tipo-. Pero funcionó, supongo. No en vano vendí mi alma a cambio de un método de tortura efectivo y único. Literalmente, demoniaco. Ya ves, cómo antes no había psicopatías, psiquiatras, nada con “psi”, solo brujerías, hogueras, posesiones… luego, vino la ciencia a quitarle la magia a la maldad humana. Yo quise volver al origen, hasta lo sobrenatural.

Salimos por la puerta de la casa que el mismo hombre nos abrió sin resistencia. Todavía es complicado para mí creer en el comercio de almas cuando ni siquiera estoy seguro de que estas existan. Solo sé que mi amigo no volvió a hablar después de ese día y que yo no pude darle razones a su madre sobre lo que nos había pasado. ¿Cómo hacerle entender que su hijo se había perdido en el infinito del silencio, debido a las palabras de un loco, de un diablo?

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