Por: Ariel Meller Rosenblut (Chile)
El circo, día a día, se sumía en una creciente penuria. Los payasos y bufones tenían depresión, los malabaristas no se podían sus brazos, y los leones enfrentaban la crueldad del hambre. A pesar de ofrecer eventos gratuitos, el público se mostraba indiferente y esquivo.
Pasó el tiempo y los 16 trabajadores del circo apenas tenían comida para sobrevivir, mientras que el dueño del circo mantenía una alta calidad de vida, y no pretendía que esta decayera.
Como hábil empresario, se aprovechó del agotamiento de sus empleados, invirtiendo en jaulas individuales para cada uno. En ellas se encerraba a los artistas junto con osos, leones, elefantes, monos y serpientes. Sin embargo, la debilidad de todos ellos les impedía comerse mutuamente. Impresionaba la esquelética figura de estos seres vivos.
Los artistas se sentaban en el suelo de las jaulas, o apoyándose en las barras de acero que los separaban de la libertad, y extendían una mano para pedir alimento.
El dueño, decidido a mantener su negocio, salió a recorrer la ciudad para promocionar un nuevo show. Las visitas comenzaron a llegar, fascinadas por estos extraños seres. La pregunta era inevitable: ¿estaban vivos o muertos?
Era imposible renunciar a la contemplación de estos seres. ¿Cómo no se fatigaban de permanecer todo el día en la misma posición? ¿Cómo hacían para respirar sin moverse? ¿Cómo se lograba tanta perfección?
El circo asombraba con su exhibición. ¿Los payasos y acróbatas poseían la mente en blanco o tenían pensamientos indescifrables? En cierto sentido, eran como los reptiles. Por ejemplo, un cocodrilo se puede quedar inmóvil por muchas horas, aunque sabe que alguien lo está mirando. Y si uno se aproxima demasiado, él tiene dos opciones: atacar o retroceder. Pero en este caso, los payasos ni siquiera tenían la capacidad de atacar o retroceder.
Los espectadores a veces lanzaban migas de pan, que las estatuas intentaban recoger con gran esfuerzo, para luego retornar a sus estados catatónicos. Mientras menos se movían, más se lucían y mayor respeto generaban. Su actuación atentaba contra la productividad. Eran lo opuesto a una sociedad acelerada y estresada. ¿Quién era más feliz: los artistas circenses o el presidente de una multinacional?
Los visitantes se cuestionaban: “¿Por qué no imitamos a estos magos? Así abandonaríamos nuestro vertiginoso modelo de vida, operando a 120 kilómetros por hora en formato 24-7”.
Surgía la duda de si este tipo de arte era aprendido o innato. Algunos llegaban a sus casas queriendo imitar lo descubierto en el circo, pero no duraban más que unos cuantos minutos.
Por fin, el empresario sentía que había triunfado. Y para incrementar más las ventas, se le ocurrió instalar un kiosco de golosinas fuera de la carpa. Los dulces más caros eran consumidos por los espectadores, mientras que los más económicos eran arrojados a los monumentos que yacían en sus jaulas.
