La sociedad de las máscaras

Por: Alejandro Cabrera (Argentina)

Borreguito siempre soñó con ser bombero.

Nadie supo jamás si aquel afán evocaba una milagrosa vocación profesionalizante o era, más bien, la persistente y solapada expresión de una conducta patológica propensa a la provocación de incendios. 

El último registro de actividad en la red social, del que pueblan las vastas mentes vacías, arrojó un indicio acerca de su paradero; las probabilidades de que se encuentre vivo cuantificaban parejo frente a un posible deceso.  

En la sociedad de la información es moneda corriente estar desinformados, lo único infalible es la experiencia in situ de los acontecimientos; no obstante, la veracidad de los hechos continúa siendo una asignatura pendiente y depende exclusivamente del emisor. 

Son los habitantes del tercer país más poblado del mundo, que caminan pesadamente con sus pasos de plomo sobre el pavimento resquebrajado, grises como las tardes de otoño en City Bell.  

Reconocibles a una equidistancia por la encorvada postura del cuerpo y los hombros exageradamente relajados, de él se desprenden las extremidades superiores que a la vez terminan en los falanges deformes y fatigados, cuya tarea elemental se reduce a sostener un dispositivo electrónico fabricado en los estados del centro y ensamblados y comercializados a gran escala en los territorios de la periferia, lugares donde abunda la miseria. Son los llamados aparatos inteligentes introducidos por la misma inteligencia, la mayor herramienta de autodominación que el hombre haya creado. 

Una tarde más de otoño en la hoja del calendario, a excepción de que ese día se hallaba sutilmente animado por los colores que traía la fiesta cívica, las elecciones para Alcalde de City Bell. 

El detective Malcom tomó el caso ese mismo día, pero antes de ponerse a trabajar en la búsqueda, se sirvió café como de costumbre y se dispuso a leer la columna sobre política nacional en su periódico de cabecera que le llegaba por e-mail. 

“Entre los postulantes se encuentran el reverendo Rosenary, Ascazuvi el agente inmobiliario y, el populista de Onganía. Sin embargo, los electores de hoy poco saben de izquierdas o de derechas, para nada opinan en relación con el intervencionismo estatal o su contraparte. El sistema de sufragio quedó reducido a la expresión popular de levantar el pulgar para emitir un voto, con ello basta y sobra; solo los nostálgicos recuerdan a las masas sudorosas atiborradas en las tiendas de campaña, aquellos interminables discursos de barricada o cuando los panfletos de cada partido político inundaban las calles como un montón de hojarascas.

De igual manera se inventaron nuevas maneras de ornamentación. Los panfletos, afiches y pasacalles se reemplazaron por anuncios digitales que se viralizan a través de la red; los discursos enfáticos cargados de rabia resuenan en los dispositivos móviles siendo reproducidos hasta el cansancio, alimentando la ira y el desdeño, sangrando en los civiles; ya a nadie le interesa aquella cuestión de suturar la grieta, de saldar las diferencias. 

Ascazuvi propone edificar un muro alrededor de la ciudad para autoprotegerse; Rosenary cuestiona la desviación que ha sufrido la sociedad y plantea evangelizar, volver a erigir templos y llenarlo de fieles para que encuentren el camino hacia una colectividad más justa e igualitaria. Y en el medio, el populismo de Onganía, que pretende solucionar todos los males a razón de dádivas, de equipar la desigualdad metiendo la mano en el bolsillo de los ricos para cultivar la prosperidad en los pobres desahuciados, una especie de Robin Hood vestido con traje a medida y corbatín. Claramente, esta vez, la palabra elegir sobra holgadamente teniendo en cuenta los contendientes…”

Malcom expresó una mueca de disgusto y pasó la página, tuvo que saltearse varios anuncios antes de poder identificar una nota muy breve dirigida anónimamente al público: “Necesitamos con urgencia dar con el paradero de nuestro amado Borreguito” (se adjuntaba en ella un número telefónico y una fotografía un tanto difuminada). La publicación llevaba horas en la plataforma, sin interacción con los internautas, entonces la descartó. 

El adorado Borreguito era un adolescente con problemas mentales que animaba a todos con su sonrisa, dueño implacable de su incredulidad y sorprendentemente coherente frente a los más cuerdos.

Portaba un disfraz de bombero sin importar la ocasión, huérfano de familia, pero no de espíritu.   El colegio, los comercios del centro y la central de bomberos eran su hogar, la ciudad en general lo había adoptado, teniendo en este sentido un cálido lugar reservado para él en cada sitio. Aunque con frecuencia dormía en la calle, a la intemperie, haga frío o calor. 

Aquella tarde cerraron los comicios como tradicionalmente se hacía. Globos y serpentinas, música y refrigerio en un amplio salón, la idea pareció fascinante. La mayoría de los transeúntes que merodeaban el lugar hicieron una parada técnica para compartir con los seguidores de Onganía. Solo por esta creativa iniciativa los “me gusta” escalaron por doquier en las redes sociales, hecho que lo puso inmediatamente por delante en la carrera y a menos de un día del acto definitorio.  

En medio de la bruma de alegría se sintió una espesa niebla, tal vez humo. Las puertas de los accesos se cerraron por completo y la histeria se apoderó de todos, la música seguía sonando hasta el tope y la visibilidad se redujo de metros a centímetros.

Apenas una silueta si vio sobre el escenario que desapareció de repente y fue cuando las puertas milagrosamente se abrieron. Las gentes corrieron desesperadas en busca de oxígeno, otros fueron por agua y otros se contentaron con un abrazo, cada quien salió como pudo hasta dejar vacío el salón que comenzó a arder.

Pudo haber sido una tarde funesta, pero afortunadamente no hubo considerables víctimas que lamentar. Las elecciones igualmente se llevaron a cabo y ganó el populismo que, tampoco, era tan malo considerando las otras opciones.  

Borreguito sigue desaparecido. 

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