Por Claudia Elisa Saquicela (Ecuador)
En el solaz del altar, donde amor y amistad se entrecruzan,
reposa, oh alma mía, fija en tu propósito, sin divagar,
cual hoja que, desafiante, se niega al capricho del viento.
Besa, no en busca de un placer fugaz,
sino cual explorador de misterios, en cada contacto descubre
la belleza emergente, semejante a la flor en su albor,
que, bajo el sol primaveral, desentraña lo divino.
Ama con la intensidad de quien se consagra,
con la elegancia sublime que solo lo etéreo
puede inculcar en los corazones fusionados.
Los amantes, en su irreverencia y lealtad,
no temen al fuego que, al consumir, renueva
y otorga vida nueva con cada roce, con cada gesto de ternura.
Se someten y rebelan, con una pasión incandescente,
a las normas de un ser en constante evolución,
como la mariposa que, triunfante, emerge de su crisálida.
Surcan el raudal de la pasión, guiados por el respeto,
dejando que el amor oriente, faro en su travesía,
luz que guía en la profundidad de la noche.
Almas que, en el crisol del amor, se robustecen,
hallando en la adversidad la fortaleza para tocar lo divino,
como el acero que el fuego purifica.
Se moldean en el yunque de la pena y el júbilo compartidos,
y, en la fragua, el corazón valiente resplandece,
brillando con la pureza del oro recién fundido.
Transforman cada aflicción en fuerza y audacia,
y permiten que el dolor se convierta en júbilo cristalino,
como la oscuridad que se disipa al amanecer.
Cuando los cuerpos tiemblan en comunión profunda,
son como flores al alba, saciándose del rocío nuevo,
absorbiendo la quintaesencia de la vida.
Los espíritus emergen, destilados y purificados, consumados,
como el vino que, con el tiempo, alcanza su excelencia.
«¿Cómo amar?», te preguntas, mirando en el alma desplegada.
Contempla tu esencia en la calma del ser querido y encontrarás,
reflejada, la esencia más sagrada: el amor,
dádiva celestial sin par, inmensurable, perenne y sincero.
