Kinbaku

Por Carlos Mendoza Vélez (Colombia)

Vine a ver la representación. La sala es blanca, lisa, muy iluminada, completamente vacía, salvo por una estructura metálica pintada de negro en forma de cubo y que abarca gran parte de la sala. El artista es un nawashi, un maestro de los nudos japoneses que se hizo famoso al combinar el arte corporal con formas esculturales altamente conceptuales.

Llega a eso de las 8 de la noche junto con una mujer. Carga un morral gigante. Se ubican en medio de la sala. El nawashi deja el morral en el piso y saca su contenido. Lo pone sobre el suelo: botellas de agua; alimentos envasados y empacados de todo tipo, una tijera y un cuchillo, aceites y cremas humectantes. Mientras tanto, la mujer se desnuda. El hombre toma un gran atado de cuerda gruesa, vegetal, y lo desenrolla. La pasa por el cuerpo de la mujer. Hace nudos de tanto en tanto mientras tensa la cuerda. Le toma más de una hora atar a la mujer por completo. La mujer es colgada y amarrada a las vigas del cubo de metal. Queda suspendida a un metro del suelo. Está completamente inmovilizada. El nawashi habla en japonés. Termina con una reverencia. Hay aplausos generalizados, pero no muy efusivos. El nawashi se va.

Pensé que iba a presenciar una representación de kinbaku, pero el artista mencionó la palabra hojōjutsu. El primero es una forma erótica de arte que implica atar siguiendo ciertos principios técnicos y estéticos. El segundo, es una técnica especial para atar prisioneros. La idea es que el prisionero no pueda escapar, pero sin causarle daño físico ni mental. Aun así, la mujer fue atada de manos, pies, cabeza y torso con unos nudos de una complejidad francamente bella, más cerca al kinbaku que al hojōjutsu.

El cuerpo en suspensión, es como si levitara entre la conciencia y la inconsciencia, entre el mundo material y lo inmaterial. La figura atrapada, inmovilizada, atada. Esta obra no es solo acerca del equilibrio, el equilibrio y las relaciones formales, también habla de experiencias violentas y claustrofóbicas. Me recuerda algo que leí en una novela. En una dictadura caribeña utilizaban un método particular de tortura. Amarraba una cuerda en la cabeza de sus opositores, luego la empapaban con agua. La cuerda aumentaba su grosor con el agua y generaba una presión enorme en el cráneo. La gente que sobrevivía a la experiencia perdía por completo la cordura.

Durante la primera hora de la representación no pasa nada. Algunos espectadores se van a otras partes de la galería a ver las demás exposiciones. Otros, tan solo se quedan ahí de pie, mirando, sin hacer ni decir nada. Siento que la riqueza de los efectos estéticos se pierden ante la experiencia de presenciar un psicodrama que no se termina de desarrollar. Eso no es lo que quiere el artista, eso no es lo que se merece el público. El nawashi ha vivido y sufrido tanto como la mayoría de nosotros, de modo que su arte puede reflejar nuestros propios miedos, alegrías y secretos más profundos si aceptamos su invitación a participar de la representación.

Me animo, entonces, a intentar algo. Tomo una botella de agua y la vierto sobre la cuerda que amarra uno de los brazos. No tengo intención de hacerle un daño a la mujer, tan solo quiero ver cómo se comporta la cuerda húmeda sobre una parte no vital de su cuerpo. Si algo grave pasa, me propongo cortar la cuerda de inmediato. 

Estado ahí, tan cerca, puedo notar con todo detalle la maestría del nawashi. Cada coyuntura del cuerpo está atada por nudos desde los que se proyectan tres cuerdas. Cada nudo es equidistante de sus vecinos. Las cuerdas, a su vez, están atadas a tres puntos de la estructura metálica. Las partes de la mujer forman un disco suspendido, con cada extremidad sostenida como en un campo de fuerza. Las extremidades están colgadas de modo tal que su centro de gravedad cae exactamente en el eje central del cuerpo.

Espero unos minutos, pero no noto mayor cambio. Asumo que la cuerda utilizada en un caso y el otro son diferentes. Me alejo entonces de la mujer y espero un poco más. Una pareja se habla entre susurros mientras me mira. La mujer se acerca, toma una botella de agua y repite mi gesto. Lo hace por todo el cuerpo de la mujer, moja toda la cuerda. No creo que tenga idea de cuál era mi intención ni de lo que podría pasar si lo que estoy probando con el agua resulta cierto.

Algo en ese gesto me hizo recordar la primera vez que fui a comer sushi. Vi a alguien poner encima de un bocado wasabe y jengibre, y luego empaparlo en salsa de soya. Repetí el gesto y el sabor me gustó. Así comí el sushi por años, hasta que alguien me hizo caer en cuenta de mi error. Había dañado el sabor fino del pescado crudo desde siempre. Me pregunto si debo contarles cuál era mi intención, o si los dejo inmersos en el error a riesgo de perder el sabor fino de la representación.

No me termino de decidir cuándo otro hombre se acerca y repite el gesto del agua. Luego, otros más. Cuando las botellas de agua se acaban, personas en la audiencia traen otras de afuera del recinto o rellenan en el baño las botellas vacías que quedan por el suelo. La audiencia crece. Las personas se aglomeran ante el inesperado e intenso movimiento. La mujer está empapada, las cuerdas están empapadas. Así pasan las siguientes dos horas, entre movimientos frenéticos y baños de agua. Entonces, lo noto.

No se puede ver en las cuerdas, se puede ver en la piel de la mujer. Puedo notar como su piel se inflama por los fluidos que quedan atrapados entre los nudos, entre las cuerdas. Está pasando. Las cuerdas aumentan su grosor y aprietan a la mujer con cada vez mayor fuerza. La piel comienza a tomar un tono violáceo. La cara de la mujer tiene una expresión intensa de dolor, pero parece que nadie lo nota. La mujer tampoco dice nada, no musita ruido alguno. No me resulta claro cuál es la intensidad de su sufrimiento. No digo nada, ni hago nada. No todavía. El agua sigue corriendo sobre su cuerpo y sobre las cuerdas. Más y más personas se aglomeran, más y más agua le vierten encima. No voy a dejar que muera. No voy a dejar que pierda la cordura. Voy a intervenir antes de que eso pase. Voy a dejar que le arrojen una botella de agua más y, tal vez, otra más. Cortaré las cuerdas y la dejaré ir, aunque no sé cuál es el límite de lo que la mujer puede soportar. Nos quedan todavía una cuantas horas para saberlo.

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