Por *María Salomé Pérez Conde (Cuba)
—¡Cabrón, te voy a despedazar! — grita Juan, con las venas del cuello hinchadas casi a punto de explotar, mientras arremete con el remo una y otra vez en la cabeza del tiburón, que se desliza bajo el agua. Alrededor de la destartalada balsa, varias aletas dorsales emergen a la vista. Está rodeado, pero él no es presa fácil, su instinto de sobrevivencia lo guía a luchar por su vida. Es el noveno día en altamar, ya apenas le queda agua para beber y la comida se perdió con el mal tiempo; su cuerpo deja ver los estragos en la piel, la espalda quemada en profundo surcos, los labios violáceos y resecos, la demacración de su cara que muestra unos ojos hundidos y deformes, que quieren saltar de sus órbitas, como fantasmas llenos de horror. Ahora intenta acostarse sobre la lona que le sirve de piso, mira al cielo despejado que luce un azul celestial y vuelve a gritar:
—Dios, ¿dónde estás? ¡Dios mío, ayúdame! No me dejes morir, no quiero morir aquí. No hay lágrimas en sus ojos por la deshidratación, e intenta acordarse de alguna plegaria, una de esas que, de vez en cuando escuchaba rezar a su madre en las noches, entonces su imaginación lo lleva a revivir los últimos momentos en casa, con su hermana, y los amigos que habían construido con él la balsa, debajo del limonero en el patio.
— Asere, ¿ustedes saben lo primero que yo voy hacer cuando llegue a la Yuma? — pregunta Guancho.
— Oye brother, tú siempre está con lo mismo, suelta que no somos adivinos — le contesta Diego impaciente.
— Me voy a comprar una caja de confituras y ahí mismitico, afuera de la tienda me la voy a comer toíta.
— Ja, ja, ja y yo me voy a comprar una nave espacial, seré el primer cubano en ir a la luna.
— ¡Que come mierdas son ustedes! Mira la talla que se gastan, no coman más catibía y ocúpense de hacer bien el trabajo pa que esto llegue, y poder comer ¡carne! carne de res, un bistec así del tamaño de una sábana que no quepa en el plato, pa eso es la yuma ¿no? pa jamar rico y nunca más tener que tragar ese picadillo de soya, que ni los perros se lo comen—intervino el Enano.
El dolor de estar sólo y ver morir a sus amigos le comprime el pecho, le corta la respiración con las imágenes de los días anteriores que, las tiene atoradas en su cerebro, fijas, en secuencias congeladas. Aún escucha las voces de ellos en sus desesperos, hasta que el mar las silenció. Entonces los recuerdos se asoman lentamente… “la tormenta llegó como un ladrón en la noche sin avisar, al principio se sintió un leve viento que rizó las aguas y poco a poco se fue haciendo más intenso acompañado de relámpagos, truenos y lluvias, las olas crecieron en minutos, formaron una pared de agua del tamaño de un edificio de cinco pisos, éramos la cáscara de una cebolla flotando, caíamos desde lo más alto de la ola, hacia lo profundo y volvíamos hacia lo más alto, el agua era oscura como la noche, vomitamos varias veces, hasta que los potentes chorros irrumpieron en la balsa, llevándose a Diego y a Guancho que no se habían querido amarrar, mientras que el Enano imploraba con extrema angustia:
— ¡Ay, Yemayá, Virgen del Cobre! socórrannos, somos sus hijos. ¡Misericordia!
madres, no sabíamos lo que hacíamos, mis respetos, pero calme esta tempestad, aleje de nosotros todo peligro. ¡Amén!
Cuando un relámpago nos ilumina dejándonos ver que sólo quedábamos él y yo; a la mañana siguiente el mar amaneció sereno, como si nada hubiese pasado, el terror se apoderó de nosotros que lloramos, gritamos y mirábamos a nuestro alrededor buscándolos, pero la realidad se imponía, el mar se los había tragado. Después de dos días, mi amigo veía luces y ciudades que se nos acercaban, alucinaba y quería ir tras ellas, en la noche lo amarraba para dormir y en la mañana lo desataba, pero ¡que mañana aquella! Cuando saltó al agua llevado por sus alucinaciones, la corriente lo alejó y yo intenté socorrerlo ¡lo juro, por dios! cuando casi ya estaba subiendo a la balsa, lo atacaron los tiburones, ante mis ojos el agua se teñía de rojo y él se hundía, entre aletas negras.”
La noche cae, mientas continua con sus elucubraciones, pero esta vez su mente le trae el recuerdo del padre, cuando juntos leían el Viejo y el Mar, la novela predilecta de este que, al leerla en alta voz, se le encendían los ojos y siempre comentaba que Hemingway era genial, y repetía el primer párrafo, eso de que: ¨un viejo en su barco pescaba en la corriente del golfo ¨ …” nunca dejamos claro, si era un cuento largo o una novela, si él tenía la razón en llamarle novela o no.” Su mente divaga, siente un frío en su estómago, mezcla de nostalgia y miedo; también echa de menos aquellas discusiones cuando comenzaba la serie de pelota, siempre en equipos contrarios, sin embargo, hoy la única compañía que tiene son los recuerdos y las estrellas.
El décimo día despunta, cuando algo arremete contra la balsa y lo despierta:
— ¿Qué carajo es? — se pregunta y al asomarse ve flotando restos de embarcaciones y el silencio de las aguas. Apenas tenía fuerzas para estar en pie, todo le da vueltas, tiene náuseas y vomita, ese líquido verde-amarillento, la bilis que se propaga por el agua y atrae a los tiburones. En corto tiempo estaba siendo escoltado por un enjambre.
—¡No me comerán, cabrones! — coge el remo, pero apenas lo puede sostener en sus manos, con la vista nublada y las piernas flojas.
— Mi cuerpo no será comida de ustedes, ¡hijos de putas! — Tambaleante, pierde el equilibrio y cae de rodillas en la balsa. Fatigoso, con la boca reseca y sin visión, intenta ponerse en pie con la idea de que, si iba a morir, que fuera en pie como todo un hombre, cuando siente un ruido extraño encima de su cabeza que apenas puede sostener, piensa en las alucinaciones, pero sí…es un motor que desata una ventolera, ¡son aspas! aspas de un helicóptero y se deja caer desfallecido; en breve dan parte de su ubicación y a los pocos minutos es rescatado por los guardacostas. Nunca pierde la conciencia mientras dura la maniobra, las voces de sus amigos lo acompañan, entonces sonríe a la vista de todos, cuando cree escuchar al Enano decirle: ¡Asere, vas a comer carne!
