Gabardina roja

Por Jesús Neri Rincón (México)

Ahí estás Julieta, sentada dentro de un maldito vagón de metro, rodeada de miradas enjauladas que provoca tu presencia envuelta en una gabardina roja reluciente. Con la mano izquierda tocas un inexistente piano sobre tu rodilla, con tu mano derecha lees un poema que, de suspiro en suspiro, un poeta anónimo te dedicó esta tarde. En el poema se leía: 

Cuando las palabras brotan directo desde el corazón, su efecto de sinceridad las hace implacables, absorbentes a la oscuridad, que el hilo de tu luz bombea en cámara lenta desde mi pecho, latiendo, encendiendo la mecha tan apacible que con cada respiro de tu existencia provoca mi estallar.

En cada estación observas por la ventana la cotidianidad con la que el mundo se mueve a tu alrededor: las caras de estrés, y hasta el ferviente católico que se persigna al ver una iglesia a lo lejos de la ventanilla. Una vez entrado al túnel, la ciudad desaparece, tus ojos se reajustan, el mundo en el que acabas de emerger; ahora, es otra realidad en la que los cuentos de fantasía no pueden acobijarte. Te das cuenta de que eres la única mujer en todo el vagón del metro en el que estás inmersa. Las luces empiezan a parpadear sin ningún motivo. Seis miradas masculinas son fervientes seguidoras de cada uno de tus movimientos. El poema en papel se arruga en tu puño tras ser aplastado por el miedo; provocado por la perturbadora situación que la oscuridad y el subterráneo te regalan.

No entiendes por qué; pero de la nada, el metro se frena de golpe, revolotea la más mínima esperanza de que termine todo para ti. Las miradas con ojos grandes, más las sonrisas de satisfacción: son el único brillo que apacigua tan desolada oscuridad. Los seis pequeños hombres ilustres de traje se levantan al unísono; simulando el efecto de ver en cámara rápida el crecimiento de una flor desde la semilla hasta marchitarse.

Las lágrimas van haciéndose camino sobre tus pálidas mejillas; anteriormente ruborizadas por leer al poeta desconocido. Te arrinconas mientras los pequeños seres de mirada fija y sonrisa perversa se van acercando poco a poco. Las manos con escamas de aquellos monstruos trajeados elegantemente empiezan a recorrer tus blancas piernas, haciéndolas sangrar con el más mínimo roce de sus garras en tu delicada piel. Dentro de tu mente te das por muerta. Brota de ti un grito que retumba en todo el subterráneo. Gracias a ese grito, solo una luz se enciende repentinamente. La terrorífica escena se tornaría en cámara lenta, verías la hoja arrugada con el poema caer hacia ti bajando como si alguna divinidad te mandara un ángel para salvarte. Lo tomas con las pocas fuerzas que te quedan, lees el poema en voz alta. Con cada palabra y bello verso en voz alta, provocas que se alejen con asco esos pequeños hombrecillos con trajes de oficinista extinguiéndose en una luz que provoca que el metro vuelva a tomar marcha y prosiga su recorrido.

 Al llegar a la estación siguiente y, al abrirse las puertas, sales corriendo a la superficie de la ciudad, dejando diminutos rastros de gotas de sangre que chorrean sobre tus pálidas piernas. No lo puedes creer, saliste viva, quieres correr a casa, e ir con tus padres para contarles todo lo sucedido. En tu desubicación, al no encontrar a alguien que te ayude, un bate de madera se siembra en tu sien. Te desplomas. Muchos sujetos con máscaras de lobos se encuentran subiéndote a una vieja y apestosa camioneta. Es lo último que alcanzas a percibir. Una vez adentro, derramas litros y litros de sangre. Toma marcha dicho vehículo. Un chico se quita su máscara lentamente, enciende su cigarrillo con una abundante sonrisa de satisfacción y perversidad.

—¿Y ahora qué carajo hacemos, Romeo? —preguntaron sus amigos.

—Llevarla al bosque más cercano, y…, disfrutar de sus partes más íntimas. —exclamó el joven poeta obsesionado por su Julieta con gabardina roja. 

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