Por Juan Raúl Casal (México)
Mi novia orinaba sobre una prueba de embarazo, yo solo podía pensar en cuando era niño y me masturbaba en casa de mis abuelos. No me dejó entrar al baño con ella, así que tuve tiempo para revivir mi infancia. Creo que ese recuerdo se asomó porque el resultado que marcara el palito podía convertirme en un adulto de forma definitiva, me gustara o no.
De chico pasaba las vacaciones en casa de Licha y Luis, vivían en la Ciudad de México. Había algo distinto ese verano del dos mil ocho, tenía poco tiempo que me metía yo solo a la regadera. Bañarme sin parientes que me cuidaran era algo nuevo todavía. El agua caliente me gusta desde chico, es una caricia que me deja la piel roja y suave. Un cariñito libre de culpas. Ahora entiendo que desde pequeño me gusta sacarles provecho a las cosas.
Una tarde, cuando me enjuagaba, sin pensarlo pasé la mano entre mis piernas, con ayuda del chorro de agua me descubrí. Un verdadero tesoro que estará conmigo hasta en los momentos que ni yo mismo me soporto. Tuve mi primer orgasmo en segundo de primaria. Estuve a nada de caerme de espaldas, era una de esas tinas sin tapete que son ideales para resbalarse y romperse el cuello. Me agarré de la jabonera que estaba a la izquierda, si hubiera pesado un kilo más me la hubiera llevado conmigo hasta el piso. Eso era lo de menos.
Quité el vapor que siempre queda en el espejo después de ducharme, pude verme. El del reflejo era un tipo nuevo, un joven de ocho años. Fue la primera vez que tenía un secreto, algo que esconder, proteger de todos. Bajé a cenar, mis abuelos ya me esperaban. Antes de ese momento nunca había sentido tanta culpa. No cometí ningún crimen ni rompí nada, pero algo con mi pene se sintió fantástico. Algo debía de estar muy mal.
No tenía idea de lo que era eso, pero me gustaba. Antes de la pubertad no sentía el deseo descontrolado de intentar masturbarme más de cinco veces al día. Era más un gusto ocasional, como la gente que solo fuma cuando bebe. Además, siempre iba acompañado de culpa en mayor o menor medida. En diciembre trataba de no hacerlo por miedo a que Santa Claus no me trajera un juguete. Como si me viera desde el Polo Norte y dijera: “No te voy a traer ni madres por chaqueto jojojojo”.
A esa edad no eyaculaba, me enteré en una clase sexualidad en la que tocaron ese tema junto con los sueños húmedos. Tenía muchas dudas al respecto, pero no iba a revelarle mi secreto a la maestra Leticia. Salí al recreo con muchas preguntas, sentía que había algo mal en mi cuerpo, en mi hombría. Las próximas veces que me la jalé, lo hice con la esperanza de que saliera algo. Nada, ni un mililitro.
Hoy recuerdo aquellos días como una parte de mi vida que no valoré lo suficiente. No tenía preocupaciones, ni sábanas manchadas, mis calzones siempre estaban impecables. El deseo estúpido se me cumplió. Por eso más de diez años después mi novia orinaba sobre un palito de plástico. Todavía miraba la puerta del baño. Los segundos en los que no recordaba mi niñez me llamaba imbécil por alguna vez desear producir semen. También decidí que si todo salía bien volvería a hacerle una carta a Santa Claus, le pediría una vasectomía.
Ella seguía sin salir del maldito baño.
Cuando mis amigos y yo llegamos a la adolescencia empezamos a hablar sobre la masturbación con el buen gusto que tienen todos niños de trece años. Puros chistes de pitos, chichis, rabos y colas. Entre las pláticas de agitar al motumbo, sacudir la nutria y jalarle al ganso, yo pensaba en lo tarde que habían llegado a mis compañeros a esta fiesta. A mi celebración de estar vivo. Me sentía más maduro que ellos de alguna manera, no como hoy que me considero un chamaquito estúpido que espera a que su noviecita termine de mear.
Salió del baño, fueron los siete minutos más largos de toda mi vida. La prueba fue negativa. Cuando escuché que no iba a ser padre a mis veintitrés años me senté, no había ninguna jabonera que me salvara de una caída. Ni siquiera me sentí feliz, solo aliviado. Ella estaba mucho más tranquila que yo, como si no hubiera sentido la gravedad de la situación.
Nos sentamos en mi cama sin decir nada. Se me fue la energía del cuerpo, como la primera vez que se fuma o después del primer orgasmo. Aquel fue mi debut en los sustos de embarazo. “Yo no sé por qué estabas tan espantado si yo soy la que hubiera tenido que lidiar con esto”, me dijo mientras me acomodaba la cabeza en su pecho.
En los días que siguieron no le pregunté qué quiso decir de forma específica, no había más que hablar. Unas semanas después viajamos a la Ciudad de México para presentársela a Licha y Luis. No lo planeé así para marcar el fin de una era, ni nada por el estilo, había comprado los boletos desde antes. Entendí lo que dicen: si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes. O paga un viaje con anticipación…
Regresar a esa casa, aunque sea con edad de adulto, me hizo sentir como un niño. Creo que eso les pasa a todas las personas que tienen buenos abuelos. Antes de irme a dormir me metí a bañar. Porque sí. Después del susto de embarazo y de cómo una parte de mi vida comenzó en esa regadera, me reí. Recordar la infancia es añorar los juguetes, la imaginación, la esperanza, no tener responsabilidades y los parientes que hoy solo viven en recuerdos de días felices. Esa noche, más que cualquier otra cosa, extrañé los orgasmos sin que salga nada. Sentí la verdadera nostalgia.
Escritor y periodista radicado en Guadalajara, México.
