Por Belén Urquiza (Argentina)
Pequeñita, insignificante, un punto… Se preguntaba por qué, ella tan poderosa y fuerte en búsqueda permanente de herramientas que la ayudaran a sobrevivir, se sentía así. Y por qué ella era la que siempre tenía que amoldarse, por qué siempre tenía que aceptar a los demás tal y como eran y nadie valoraba su forma de ser. Demasiado sensible para este mundo.
Cansada de malgastar energía, consciente de que convertía en problemas nimiedades, pero sin poder evitarlo, advirtió dos caminos: hacer arte o dejar de esforzarse por sobrevivir. Tomó el segundo, sin saber que al hacerlo emprendía viaje en ambos.
Esa mañana, se puso el vestido más lindo que tenía, se maquilló, se hizo una trenza con moño y se calzó sus zapatos rojos. Se dirigió hacia el mar. Ese universo turquesa que siempre la había hipnotizado sería ahora su casa. Empezó a caminar pensando en todo lo bueno que había hecho, se dejaba acariciar por el viento, escuchaba las olas romper en su cuerpo. Siguió, siguió caminando hasta que sus pies ya no pudieron tocar el fondo. Se dejó llevar. Cerró los ojos convencida. Y se dejó llevar.
Fue un rumor durante unos días en las noticias, pero al pasar el tiempo, ya nadie habló de ella.
En unas vacaciones, que por momentos distaban mucho de serlo, Amanda vio unos zapatos rojos frente al edificio donde estaba parando. En ese momento no les dio importancia. Eran unos simples zapatos que alguien había tirado a la basura junto con otros objetos que también estaban allí. Lo curioso fue que, cada vez que salía, Amanda encontraba los mismos zapatos en distintos lugares de su recorrido.
Se dio cuenta, entonces, de que algo querían decirle. Investigó sobre el significado del color, de encontrar zapatos, nada… No creía en las casualidades, pero creyó agotadas sus posibilidades de investigación. Fue ahí cuando pensó en la típica frase “ponerse en los zapatos de otro”. Le parecía casi imposible encontrar a la dueña del calzado perdido o abandonado para preguntarle en qué podía ayudarla y, así, “ponerse en su lugar”.
Sus vacaciones terminaron, regresó a su ciudad, pero nunca olvidó esos zapatos rojos. No pudo explicar ni cómo ni por qué, pero algo en ella cambió desde aquel día. Se sintió empoderada, fuerte, nunca más pequeñita, insignificante, un punto. Nunca nadie más le hizo sentir que tenía que cambiar para encajar en el mundo.
Al final, la dueña de los zapatos con su decisión tomó dos caminos: hizo arte con su dolor.
La autora es Profesora y Licenciada en Lengua y literatura por la UNRC. Se desempeña como docente en escuelas de Nivel Medio.
