Por Maximilian J. Beauregard (México)
Eran las seis, y sin embargo, Víctor ya llevaba una hora parado frente a su ventana, contemplando los primeros indicios de un invierno que parecía ansioso por llegar. Como de costumbre, se despertó de golpe, aunque no a causa de su ruidosa alarma, sino a que había sido víctima de una horrible y vívida pesadilla, cuyo recuerdo aún permanecía fresco:
» Hace cinco años que había dejado el tabaco; no obstante, en esta fantasía ahí estaba él, soplando el humo frente a la ventana entreabierta de su ducha, igual que en los viejos tiempos de universitario; un cigarro matutino luego de darse un baño y previo al primer café del día.
Su mirada y sus pensamientos no encontraban fin en aquel cielo gris perla, el más gris que jamás había visto. La parcial desnudez de los árboles que lograba divisar y el frío viento que soplaba de vez en vez confirmaban que no era verano. Era invierno, o quizá, otoño en agonía.
Pese a la lúgubre escena, Víctor sentía una tranquilidad que hubiera deseado eterna. Mala suerte. Un inadvertido estruendo, como si una bomba hubiera detonado en su cabeza, transformó toda calma y paz en angustia. Aturdido y con los oídos zumbando, sentía el miedo recorrer su ser cual sangre por sus venas. Jadeante y gobernado por su instinto, tuvo la urgencia de correr al espejo y mirar su rostro para asegurarse de que todo estaba bien.
Así fue. El reflejo no mostró daño en su persona ni señal de peligro. La calma volvió acompañada de un suspiro y una sonrisa, misma que desapareció inmediatamente al ver que sus dientes caían uno a uno. Aun con la boca cerrada, Víctor sentía cómo su dentadura se desprendía de sus encías y un sabor ferroso se hacía presente. Escupió sobre el lavamanos en vano, pues nada salió de su boca; ni sangre, ni dientes.
Algo llamó su atención, el espejo reflejaba algo a su derecha, en el piso: una mancha de sangre y un cuerpo inerte. —“¿¡Quién es?!” —se preguntó— “¡soy yo… soy tú!”—escuchó en su cabeza. Lanzó un grito ahogado.«
Tras el repaso de dicho capricho de su subconsciente, Víctor agradeció el no ser tan supersticioso como su abuela, quien, sin duda, interpretaría este mal sueño como “desgracia” o, en el peor de los casos, “una muerte venidera”, y se apresuró a preparar café y leer las noticias.
Lo mismo de siempre: el mundo en guerra, la economía por los suelos, el planeta agonizante, los de arriba pisando a los de abajo y los de abajo creyendo promesas de políticos sin más patria que el dinero de los de arriba. Sin duda, lo mismo de siempre.
Intentó distraer sus pensamientos con la sección de Cultura, pero no lo consiguió. No paraba de pensar en su cita médica de las nueve. Estaba preocupado, pues hoy, tras varías semanas de visitar al doctor Enrique Marañón, se sometería a una biopsia pulmonar.
Con tiempo de sobra, pero con una sensación de prisa, su fiel compañera desde que comenzó a perder el pelo y a ganar responsabilidades, se alistó y dispuso hacia la parada del camión. Dos iban a tope, el tercero también; sin embargo, no quiso dejarlo pasar, por lo que a fuerza de empujones, logró hacerse un hueco.
¡Lo que faltaba! un choque, consecuencia de las prisas de la Hora pico, provocó que tuviera que correr un par de cuadras. Finalmente, ahí estaba, frente al Hospital San José, agitado, con sus pensamientos enmarañados y unas ganas tremendas de orinar.
—La intervención fue llevada a cabo con normalidad, señor Guevara. Ahora sólo falta esperar los resultados. Deberían estar listos en una semana, aunque sea paciente, a veces los patólogos demoran uno o dos días más. De cualquier modo, en cuanto los tenga, le llamaré para indicarle cuándo puede pasar a recogerlos—dijo el doctor Marañón —Tranquilo, señor Guevara, biopsia no es sinónimo de cáncer. No haga conjeturas. —añadió.
—Con cuánta tranquilidad me pide tranquilidad—pensó Víctor, mientras recordaba a su colega fallecido, a causa de esa maldita enfermedad, apenas hace dos años.
Los días posteriores fueron una tortura, por un lado, quería que pasaran con rapidez para, de una vez por todas, saber si tenía o no cáncer; por el otro, suponía que cada día era un día menos, húndiéndose en un infierno en el que, a falta de futuro, se revivía un pasado lleno de culpas, recuerdos, nostalgia, sueños que se volvieron frustraciones y miedo, un miedo que crecía a cada segundo.
Para Víctor, la impaciencia se convirtió en ansiedad. —¡No me quiero morir, pero si he de hacerlo, si es que eso está ya ocurriendo, quiero saberlo ya! —se repetía— alimentado por la creencia de que tenía cáncer y su muerte venía con la fuerza y velocidad de una avalancha.
Lo único que lo mantenía distraído, por momentos, era el trabajo y su jefe quien, de ocho a cuatro, no conocía de dolor ni de penas ajenas.
Era el cuarto día, pero Víctor ya llevaba cinco sin ducharse. Faltó al trabajo y había pasado el día en cama viendo películas. Algo que nunca se había permitido, ni siquiera cuando las peores diarreas lo azotaban. Lo decidió tras reprocharse a sí mismo:
¡Al carajo! No le debo nada a nadie, ni a Dios, ni a mi familia, ni a la vida y muchos al pelón de mi jefe. Ahora que, seguramente, no me queda tiempo, me voy a tomar todo el tiempo del mundo. Lo que voy a hacer es no hacer nada.
El viernes, los resultados ya llevaban un día de retraso. —¿Debería llamar al pinche doctor y preguntar por ellos? Si no es hoy, no voy a tener respuesta hasta el lunes —se cuestionó—.
Al final prefirió no hacerlo. En su lugar, salió a comprar unos Marlboro rojos, sus favoritos durante su tiempo de fumador. En el camino se convenció diciendo: Si me voy a petatear, que sea con provecho.
Regresó y dejó sobre la mesa el tamal jarocho que comería luego de ducharse, puso a cocinar café. Como en los viejos tiempos, iluminó su baño con dos velas aromáticas y puso música a todo volumen en su teléfono. Entreabrió la ventana de su baño y, desnudo, comenzó a fumar; normalmente, el cigarro era después de bañarse, aquel día fue antes. De cualquier modo, lo disfrutaba como si fuera su primera vez, mientras el agua caía y él esperaba a que se calentara. De fondo sonaba Nacho Vegas. Víctor no pudo contener su canto: “Y sal, pánico, sal, sal de mi mente. Nadie nos prometió vivir eternamente…”
Repentinamente, la música se detuvo. La razón, una llamada entrante. De golpe, el Víctor que cantaba, fumaba y pensaba en por qué había dejado de hacer este ritual matutino, si tanto placer le daba, calló.
El teléfono sonó por primera vez. Su mundo comenzó a colapsar otra vez. —¡Mis resultados! —gritó— El teléfono sonó por segunda vez. Víctor, gobernado por sus prisas, por su miedo y por sus nervios, e ignorando sus pies mojados y lo resbaloso del suelo cuando había vapor; corrió desesperado para tomar su celular, el cual sonó, no solo una, sino 33 veces más a lo largo del día, pero que Víctor ya no escucharía.
Lo último que escuchó y sintió fue un golpe en la sien, como si una bomba hubiera detonado en su cabeza, transformando toda su angustia y miedo en silencio y nada más.
—Buen día, señor Guevara. Intenté contactarle toda la mañana; sin embargo, no lo conseguí. Entiendo que es viernes, y por eso mismo no quiero hacerle esperar hasta el lunes para informarle que los resultados de la biopsia arrojaron un resultado negativo. Enhorabuena. Nos vemos pronto para platicar con más calma al respecto —dijo el Dr. Marañón en el mensaje de voz que dejó.
Escritor aficionado, Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la BUAP. Ha incursionado en el mundo de la redacción periodística y copywriting.
