Por Eduardo Barragán Ardissino (Argentina)
Querido papá:
¿Cómo estás? Nosotros estamos muy bien. Yo solito escribo esta carta, no se la dicto a mamá como las otras, porque ya sé escribir. Ella solamente me ayudará corrigiéndola después ¿Te gusta mi letra? ¿Estás orgulloso de mí? Lo aprendí en la escuela ¿Te acordás que te conté el año pasado que ahora voy al colegio? Bueno, me va bastante bien. Hasta ahora el maestro no me pegó ni una sola vez. Mamá dice que si sigo así de responsable con los estudios, él seguirá siendo igual de bueno conmigo. Ojalá, porque he visto cuando le pega con su regla a mis compañeros que se portan mal, y parece que duele mucho.
Hablando de eso, tengo más amigos. A veces hablo con algunas de las niñas, pero no creo que me consideren un amigo, los que tengo son varones. Cuando no estamos en la escuela, y si no estoy ayudando a mamá con los animales, cortando leña con ella, o ayudándola a sacar agua del pozo, jugamos todos juntos.
El otro día, mientras jugábamos con la pelota, vimos a un niño negro trepado en un árbol cerca del río. Quise ir a preguntarle si quería jugar con nosotros, pero un señor que pasaba por ahí a caballo me escuchó y nos avisó que no deberíamos acercarnos a los hijos de los esclavos. Mamá me había dicho que siempre debo obedecer a los mayores, así que le hice caso. Pero al otro día me encontré con el mismo chico, de frente, yo solo, y empezamos a conversar. Me contó que también le gustaría mucho ir a la escuela. Lástima que a los negros no los dejan.
Además, me dijo que él tampoco pudo conocer a su papá todavía. Yo le hablé de vos, de cómo te fuiste lejos a trabajar cuando yo aún no había nacido, y que tengo muchísimas ganas de conocerte.
Ojalá puedas venir pronto, te espero. Mamá siempre me habla de vos, de lo mucho que nos ayuda la plata que te pagan ahí.
Rezamos por vos todos los domingos cuando vamos a la iglesia del pueblo.
Con mucho amor,
Ramiro.
—Esa es la carta que tu hijo te escribió hoy —susurró la mujer después de terminar de enterrar el sobre en el mismo lugar que los anteriores, donde ocultó el cuerpo de su esposo tras asesinarlo años atrás.
La leyó tres veces antes de hacerlo, pues quería memorizar las partes más importantes. Odiaba que Ramiro alabara tanto a su padre. Sabía que ella misma tenía la culpa por no haberle dicho más que mentiras al niño, y por nunca contarle sobre los maltratos que sufrió de parte de aquel hombre. Este la golpeaba cuando estaba borracho, lo cual ocurrió con cada vez más frecuencia. Las mujeres de su familia le aconsejaron soportarlo estoicamente, “como toda mujer debe hacerlo”, asegurándole que vivían cosas peores en sus matrimonios. Sin embargo, no soportó más. Incluso sabiendo que estaba embarazada, ese hombre no dejaba de maltratarla. Una noche perdió la paciencia, y lo atacó con el hacha que siempre usaron para la leña antes de que él pudiera reaccionar.
De inmediato enterró los restos en una colina no muy lejos de su cabaña.
Nadie debía saber la verdad. Para todos, incluyendo a su hijo, el marido se encontraba trabajando muy lejos. Aquel hombre no tenía amigos cercanos, y se había distanciado de lo que quedaba de su familia. Era sencillo para ella ocultarlo todo.
Estaba convencida de que sus ahorros, y el dinero que ganaba gracias a los animales de su pequeña granja, serían más que suficiente para mantener al muchacho hasta que creciese.
Algún día tendría que contarle otra mentira al chico para cubrir las anteriores: le diría que su padre regresaba en barco a casa para poder estar con él al fin, y que este se hundió debido a una tormenta. Ya lo tenía todo planeado.
Iluminó el camino con su confiable vela, rumbo a su cabaña. Por fortuna su hijo no se había despertado.
No había prisa, tenía un mes para idear una carta que sirviera como respuesta a la de Ramiro. Apagó la vela, le dio un beso en la frente al niño, se acostó y, antes de quedarse dormida, lo abrazó.
Soy autor de cuatro libros digitales, disponibles en la app Pathbooks. También escribí varios cuentos que fueron seleccionados en distintas convocatorias.
