Práctica de violín

Por Diego Alberto Basulto Balam (México)

Sobre el suelo de ladrillo sólido, con las piernas en forma de alas abiertas para mayor comodidad, Verónica practicaba su presentación del día siguiente en el atrio de la parroquia. Sus ojos estaban cerrados, con tal de que el sonido fino de las cuerdas se percibiera con mayor claridad, sin ninguna distracción que la vista pudiera provocar.

El arco estaba desgastado, pero aún funcionaba a pesar de años de incesante producción, Verónica acariciaba con suavidad las cuerdas perfectamente aceitabas, la música era lenta, con un tono cálido, sumamente relajante. La madera sostenida por su mejilla morena le enfriaba los polos, más hacía mucho que el dolor en aquella zona era un mero recuerdo, así permaneció la joven, cómo un reloj cuyos engranajes actuaba como el relojero los había estipulado, sin ningún fallo que arruinase la absoluta perfección que Verónica buscaba.

Sin embargo, los dedos de Verónica ya cargaban fatiga de los muchos días de la misma melodía, de la enfermiza precisión que la violinista buscaba y, cuando la concentración inevitablemente falló, el re que debía embellecer se confundió con un fa sostenido que no debía estar ahí.

—¡NO! —la niña se cubrió la cabeza, soltando su violín y arco con imprudencia.

Nadie se acercó a ella, nadie le reclamó nada, nadie le insultó por su fracaso, por lo que, Verónica recuperó la compostura lentamente. La niña volteó a su puerta, cerrada con llave, y se acordó que su madre había salido de compras. Recogió su violín y su arco, el instrumento tenía un pequeño raspón en la barbada, ella aguantó la respiración y dejó que el estrés se acumulara en su cuerpo. El arco estaba intacto.

—¡Qué hice!

Verónica pensó un segundo lo que haría, sabiendo que aquel daño en el violín, sumado a su incapacidad de tocar las notas perfectas, le generaría un enorme fracaso con su familia. Su corazón era disonante, similar a la música que tocaba ella en sus inicios, cuando su madre revisaba toda su práctica con exigente atención. El miedo se apoderó de su cuerpo debilitado, sin saber qué hacer.

—¡He vuelto! —dijo una mujer con dos bolsas de plástico.

—Bienvenida —el tono de Verónica era lento, casi sumiso.

—¿Estás lista? —la madre preguntó fría.

—Sí.

—Sin errores.

—Me aseguré de ello —dijo Verónica, levantando un poco la cabeza 

Al día siguiente, una pequeña multitud rodeaba el atrio de la parroquia, las sillas metálicas relucían y los altavoces eran de un tamaño envidiable. El sacerdote observaba el trabajo del técnico y este acomodaba sus audífonos para probar el sonido. La madre preparaba el cabello de su hija en la sacristía, peinándola con un movimiento rígido, muy parecido al rostro que le enseñaba.

—¿Ya terminaste, madre? —Verónica observaba el maletín de su violín.

—Ya. Te espero afuera —ella comenzó a salir— Tienes cinco minutos para prepararte. No quiero vergüenzas

—No las tendrás de mí.

La gente ya se impacientaba. El párroco se acercó al micrófono y toco cuatro veces con su índice. Todos prestaban atención, la mamá de Vero estaba sentada en primera fila, su sonrisa era leve, pero llena de satisfacción.

—Ahora, en honor al señor Jesucristo, la señorita Verónica, de nuestra amada comunidad, nos deleitará con su violín al tocar la Pasión según San Mateo. ¡Un aplauso!

La gente obedeció y las palmas se mezclaron con el viento. Los segundos pasaron, debilitaron la emoción y, ahora en la nada sonora de aquel espectáculo, Verónica no apareció. La comunidad buscó en todos lados, el sacerdote le preguntó al técnico lo que sucedía y la madre sentía que sus ojos se volvían un pequeño terremoto. Uno de los monaguillos corrió en dirección al padre y le susurró al oído, su expresión fue espantosa.

—¿Qué ocurre? ¿Dónde está Verónica? —preguntó la madre furiosa al pegarse al sacerdote.

—Señora, el violín de su hija está tirado en la sacristía, completamente destrozado.

—¿Qué? ¿Y verónica? —El sacerdote estaba pálido.

Verónica estaba acostada debajo de un puente, a unos minutos de la parroquia, puesto que sabía que, por la reputación de su familia, nadie buscaría a la gran violinista en un lugar así. Ella respiraba tranquila, consciente del destino que había sellado con su rebelión. Por ello, decidió empezar a acostumbrarse al ambiente sucio, pero ameno del río pasando.

Sin más, sacó su celular y abrió YouTube. Su lista estaba llena de prácticas de violín y canciones lentas con partituras. Rápidamente, colocó una balada romántica de los noventa y cerró los ojos, para que la fineza del sonido penetrara, sin que su vista o sus recuerdos puedan interrumpir ese instante.


Joven escritor de Mérida, Yucatán, México. Estudiante de Historia que ha sido publicado en revistas nacionales y en la antología “Si la arena hablara” de Escinde.

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