Musiona, Thespis y Asociadas

Por Araceli Nieves Maysonet (Estados Unidos)

Ese día viajé a otra ciudad. Cuando llegué al hotelito, ya era de noche; estaba muy cansada pues había conducido el auto por siete horas; sólo me detuve una sola vez para ir al baño y estirar las piernas. Me bañé en un santiamén y me acosté en un dosportrés porque al otro día tenía que levantarme temprano para ir a la cita pautada. No sé si fue por el stress, los nervios o qué sé yo, pero soñé un montón de disparates; fueron tan absurdos que casi no puedo explicarlos. Volaba como por un túnel y de cada cierto tiempo me detenía y se repetía la misma escena del día anterior, pero al menos un detalle era diferente. Sentía que era yo, parecía físicamente que era yo, pero sabía que no lo era. Fue tan real que por un momento pensé que no había despertado. Eran las siete cuando sonó la alarma del celular y me preparé lo más rápido que pude. Únicamente me tomé un vaso de jugo y comí unos panecillos dulces que habían puesto en la pequeña cafetería del hotel. A las ocho de la mañana salí. ¡Perfecto!, pensé, ya que la cita era a las 8:30 am. Puse la dirección en el GPS del celular y señaló que me tardaría unos diez a quince minutos en llegar a la oficina de Musonia, Thespis y Asociadas, una firma de abogadas interesadas en que fuera parte de su bufete. Les había impresionado la manera particular en que resuelvo mis casos y escribo mis discursos de defensa. Mientras conducía trataba de observarlo todo como siempre hago cuando voy a cualquier lugar. Nunca había estado en esa ciudad y aunque para mí todas las ciudades son iguales, ésta era diferente en todo: estructuras, fachadas, árboles, plantas… Me pareció que hasta era diferente a lo que había visto anoche cuando llegué. Además, noté que todas las personas manejando en la carretera, caminando por las aceras o esperando para cruzar, eran mujeres. Todas se veían muy alegres y simpáticas. ¿Y los hombres?, me pregunté. 

Llegué al lugar de reunión y me recibieron muy amablemente. Me dijeron que esperara unos minutos, que pronto me atenderían. Me condujeron a un salón que parecía más bien un cuarto de hotel (una camita, dos mesitas de noche, un escritorio pequeño) pero más grande, como una suite. En una de las mesitas había una botella de champagne y un mensajito que decía: “Bienvenida, Eulogia. ¡Qué raro!, pensé, nunca uso mi segundo nombre, cómo lo averiguarían. ¿Qué estoy diciendo? ¡Dah! Son abogadas. Procedí a abrir una puerta que daba a otro salón, pero fue imposible. De pronto, comencé a sentir un olor exquisito. Traté de distinguir si era una fragancia de flores, especies o una mezcla de ambas, pero no pude; concluí que nunca había olido ese aroma antes. También percibí como un hormigueo en mi cuerpo y cuando me fijé me percaté que mi piel cambiaba de color a un tono verdoso. No sé por qué venían a mi mente imágenes extremadamente eróticas de experiencias sexuales anteriores. No sólo eran recuerdos en mi mente, sino que mi cuerpo revivía las sensaciones experimentadas en aquellos momentos de pasión: mi corazón se agitaba, mi piel se estremecía, mis pezones se endurecían, mis labios se hinchaban y mi intimidad se humedecía. 

¿Qué me está pasando?, dije en alta voz. Se supone que asistiría a una entrevista de trabajo. En ese instante entró al salón una mujer de aspecto muy sensual y expresó: -Llegó el momento- y a continuación se abrió la puerta de la otra habitación. Allí se encontraban dos hombres que se acercaron; traían flores, frutas y dulces como regalos para mí. Eran bien atléticos; no traían camisa puesta, sus torsos eran de un color verde brillante y claramente podía distinguir cada músculo de sus cuerpos cortados. No obstante, me pareció que sus cabezas eran un poco más pequeñas de lo normal y estaban completamente rapadas. Dejaron los presentes junto a mis pies; gritaron unas palabras que no entendí; extendieron y movieron sus brazos como si fueran alas y comenzaron a moverse a tono con una música que se comenzó a escuchar. Sus desplazamientos eran muy eróticos; llevaban pantalones de licra bien ajustados por lo que se podía notar cómo se iba despertando su hombría lo que a su vez provocaba que se estimulara aún más mi líbido. Me miraban como invitándome a bailar. Me levanté y me acerqué a ellos. Comencé a moverme como si conociese la coreografía; como si fuese un ritual incluido en mi 

DNA desde el principio de la vida. Contoneaba mis caderas suavemente con un movimiento circular, y deslizaba mis manos por el cuerpo de uno y después del otro, desde los hombros hasta el final de las pantorrillas, haciéndolo más lento en el área de la pelvis. Ellos sólo rozaban sus cuerpos contra el mío. Al pasar el tiempo mi preferencia por uno de ellos se fue agudizando hasta que lo señalé como si lo hubiera escogido. La música paró. El preferido se acercó a mí y el otro se quedó paralizado.

De pronto entraron al salón como diez mujeres vestidas sólo con túnicas transparentes que dejaban ver sus cuerpos desnudos y comenzaron a bailar de la misma manera que yo lo había hecho. Mientras se movían se acercaban al hombre y lo acariciaban. Al hacerlo mordían su cuerpo beso a beso. Miré su rostro pensando encontrar un semblante de sufrimiento, pero al contrario: desfallecía de placer. Así lo fueron devorando. Mientras observaba el acontecimiento, mi apetito sexual era más intenso; el escogido me rodeaba con sus brazos y se acomodaba en mi espalda buscando unir su intimidad con la mía. Me fui volteando lentamente hasta que quedamos frente a frente. Nos besamos apasionadamente y no entiendo por qué en un arrebato comencé a morderle la cabeza. Al parecer ésta estaba formada por huesos blandos como los ligamentos ya que los pedazos se desprendían fácilmente. Mientras más lo mordía más fogoso el coito se hacía. Copulamos por horas y horas hasta que su cerebro quedó al descubierto, pero su cuerpo seguía 

contoneándose de placer. Cuando me cansé, lo empujé con mis piernas tres veces y su cuerpo se desmembró y se esparció a mi alrededor como afirmación de que todavía estaba a mi disposición. 

Las mujeres terminaron de devorarlos; sólo quedaron los huesos de los tres hombres; los recogieron, los echaron en unas bolsas de basura y salieron. Estaba extasiada con todo lo que había sucedido. Un amodorramiento se apoderaba de mí y ya estaba por cerrar los ojos completamente cuando entraron al salón otras dos mujeres que se presentaron como directoras del bufete. Se acercaron y me indicaron: Licenciada Hilda Rodríguez, pasó la prueba. Bienvenida a Musonia, Thespis y Asociadas. 


La autora es reconocida como una de las 10 mejores escritoras de Puerto Rico en la Antología Del silencio al estallido: Narrativa femenina puertorriqueña (1991).

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