Noche de Viernes Santo

Por Rigoberto Jaimez Olarte (Colombia)

Esa noche, las llamas parecían tan grandes que se veían muy lejos, incluso desde la cima de las montañas. El viento era tibio como la mano de un bebé y envolvía suavemente a Dendron, que admiraba las palmeras a su alrededor. El calor de la hoguera engullía el aire circundante, así que al muchacho le pareció buena idea alejarse un momento, observando el mar, mientras se sacudía la pantaloneta llena de arena. Después de todo, sabía por experiencia que, durante la noche de Viernes Santo, nunca hacía frío. Pronto llegarían los invitados. Dendron llevaba preparando esa hoguera por los menos durante una hora. Debía ser una señal lo suficientemente notoria para llamar la atención de todos ellos.

Mientras el mar cobijaba sus pies, recordó los gritos. Esos horribles alaridos que no lo dejaban aún dormir durante varias noches. Se habían convertido en una huella indeleble en su memoria. Aprovechaban cualquier sueño para mezclarse con él y convertirlo en una espantosa pesadilla llena de arrepentimiento. El recuerdo de haberse ido de su pueblo por un tonto enojo con Crisos. Las fatídicas noticias al regresar. La imposibilidad de cumplir mil y un sueños juntos. Dendron cerró los ojos y trató de concentrarse en las sensaciones de su cuerpo. Sus latidos pronto empezaron a parecerse al sonido de unos tambores.

Se dio cuenta que no eran sus latidos. 

Al voltearse, vio cómo un par de músicos empezaron a tocar con una violencia que hizo retumbar las hojas de las palmeras. La melodía se esparció con la intensidad y altura de la hoguera. Poco a poco aparecieron más y más invitados. Músicos, bailarines, personas que solo llegaban para sentarse frente al fuego. Dendron miró con esperanza entre los músicos y pronto encontró a Crisos, de espaldas, tocando el guasá con el talento de siempre. Bailaba con el instrumento. Tocar el guasá implicaba mover todo el cuerpo de una forma que a Dendron siempre le había parecido encantadora y le dejaba anonadado. Un currulao nacía de ellos y alimentaba las llamas, ansiosas de lamer las nubes. Pronto, decenas de sombras danzantes rodeaban la hoguera. Pero para Dendron, Crisos destacaba entre todos, meneándose sobre la arena al ritmo de ese son espumoso.

¡Bonitas son las mujeres! ¡qué bonitas ellas son! 

¡Si no fuera por ellas no existíaaaa yooooooooo!

Así cantaba el más viejo de los músicos mientras atacaba a la marimba con habilidad. Dendron recordó la sonrisa de su madre al oír aquella canción y cuánto la extrañaba. Intentó ver entre la multitud si su madre estaba allí. Pasó su vista por entre las cabezas de los presentes, pero nadie poseía el singular peinado de su madre. Quizá este año no vendría; a veces pasaba ¿Estaba por allí la madre de Crisos? Mientras paseaba la vista comenzó a divagar: ¿Cómo hubiese sido compartir vientre con Crisos? Seguramente nada cómodo. Debía ser un bailarín desde antes de nacer, sin duda. Dendron volvió la vista al mar, mientras pensaba que de nuevo se estaba preguntando cosas inútiles. Allí, parado, sintió una sombra a su lado. Miró de reojo y notó las traslúcidas piernas de su músico favorito, que bailaban con furor, esparciendo granos de arena con emoción.

  • Ven a bailar conmigo, Dendron – Crisos no tenía ya el guasá en las manos.

Crisos extendió las manos hacia él y Dendron lo sujetó con firmeza, sabiendo la fuerza de sus movimientos. Pronto estaban los dos bailando, mientras salpicaban espuma y arena. En ese momento, todo era furor. Crisos no le despegaba la mirada, mientras le sonreía. Movían la espalda con entusiasmo. El reflejo de la hoguera iluminaba sus cuerpos sin camiseta. La traslúcida piel de Crisos brillaba incluso más que la de Dendron, haciéndolo parecer hecho casi de luz. Pronto, Dendron no pudo evitar ver a los demás invitados. Todos comenzaron a fulgurar sobre la arena mientras seguían tocando y bailando; parecían un río de estrellas. La hoguera, ahora colosal, amenazaba con quemar las palmeras. A Dendron eso no le preocupaba y sonreía mientras daba vueltas alrededor de Crisos, moviendo los pies lo más rápido que podía. Orbitándolo, Crisos era la estrella de su eufórico reencuentro. Aquella era una de las decenas de formas que habían encontrado con los años para decirse que todavía se amaban.

Cada noche de Viernes Santo Dendron festejaba con su pueblo frente al mar, muy cerca de donde solía estar. Todos sus habitantes habían sido masacrados cinco años atrás a manos de un ejército privado con la complicidad del gobierno. Su pecado: no querer irse para permitir la explotación de petróleo y gas bajo sus casas. Por desgracia o fortuna para Dendron, había discutido con Crisos unos días antes y en su enojo, decidió irse a casa de su abuela, a 80 km de allí. Su madre, sus vecinos, su primer amor, todos perecieron sin que él lo supiese. Desde entonces, Dendron hace una celebración anual que resuena entre las montañas, durante el único día que puede volver a verlos. Como es un día festivo, no suele haber nadie por allí y puede invocarlos tranquilamente. Sin embargo, algunos trabajadores de la refinería que se han aventurado a pasar por las instalaciones durante esas noches han asegurado haber visto un terrible resplandor rodeado de gritos. La oscuridad parecía convertirse en día mientras se levantaban horribles visiones de fuego cerca del mar, que lloraban, corrían, reían y gritaban mientras subían en llamas casi hasta las estrellas.


El autor es profesional en Estudios Literarios. He enfocado mi carrera a la creación literaria, particularmente en cuento y poesía. Tiene un blog donde subo frecuentemente obras.

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