Por Martine Vogeleer (Bélgica)
De niño estaba fascinado por el señor García. Era una persona extraña, un cuarentón que vestía elegante, con tejidos de calidad y una preferencia por los trajes negros. Era a la vez alto y muy delgado, ligero hasta el punto de que yo pensaba que saldría volando en cuanto el viento soplaba. Él siempre llevaba gafas de sol y el cabello brillante, completamente pegado a la cabeza. Caminaba rápido sin jamás mirar atrás. Nunca iniciaba la conversación con nadie. Creo que no se callaba para guardar silencio, sino para conservar la paz. De él sólo se sabía que no tenía esposa ni hijos, que era abogado y que su bufete estaba al otro lado de la ciudad. El hombre viajaba con frecuencia y recibía regularmente paquetes de otros países, de lo que intrigar a sus vecinos. Se susurraba que él era corrupto, culpable de estafa financiera. Estos rumores que corrían parecieron fundados el día que el individuo fue arrestado. Entonces, intuyendo que él era culpable de hechos mucho más infames, me detuve en la calle, con un grupo de habitantes de la cuadra, para mirarlo subir al furgón, esposado. Todos estuvimos aliviados.
El abogado se había mudado en este barrio burgués del sur de Bruselas. Había comprado allí la mansión de estilo Art Nouveau adosada a la nuestra. La fachada en sí misma, llena de líneas curvas alargadas y sinuosas con motivos inspirados en la naturaleza, evocando una silva petrificada, destacaba hermosos vitrales coloreados. De noche las ventanas de la morada siempre dejaban pasar un haz de luz rojiza, como es el caso en un prostíbulo. Atraídas por los rayos luminosos, creaturas estrambóticas, envueltas en capas oscuras recamadas de gemas acudían al domicilio del señor García. Eran seres de forma encorvada, que se movían con dificultad por sus miembros afilados y flacos, y que nunca salían de la casa. Los vecinos, así como mi madre y yo, las tomábamos por mujeres maduras. El miedo que se había apoderado de nosotros se atenuó poco a poco ya que no se reportaron informes de desaparecidas en la región.
No podía sacar al abogado de mi mente. Colocado detrás de la cortina yo solía observar al hombre, especialmente en el verano, cuando este se afanaba en su jardín, agachándose entre las hierbas altas llenas de insectos de toda índole. De niño me ocurría eludir por la noche a la vigilancia de mi madre para esconderme detrás del seto y escrutar los movimientos del señor García. Cada vez adivinaba desde la calle la silueta de una vieja dama con el cuerpo ovalado, semejante a lo de un escarabajo, sentada en una silla, cabeza abajo, como si cosiera o bordara encajes, y veía las sombras del hombre acortarse cuando se acercaba a su huésped. La mayor parte del tiempo, el dueño de la casa, invariablemente de pie, la espalda frente a la ventana se afanaba inclinado sobre una mesa. Nunca supe lo que él estaba haciendo. De verdad, nunca tuve la posibilidad de espiarlo durante una noche entera.
Un día de verano que la puerta de su casa que daba al jardín estaba entreabierta entré de puntillas en la vivienda. No sólo olía a polvo y a madera vieja, sino también a podrido, a muerte. Ese olor me horrorizó y desató mi imaginación. Al final del vestíbulo de mármol vi un amontonamiento de pequeños ataúdes, cajas de madera con placas de vidrio, pequeños clavos, un martillo y otros instrumentos de tortura. Con la idea de que la mansión recelaba un montón de cadáveres, hui.
Por la tarde del 2 de agosto de 2001, recuerdo la fecha porque era la de mi decimoquinto cumpleaños, vimos correr por el terreno una señorita, por lo menos parecía ser una. Era una chica tremendamente atractiva, sensual, que llevaba tacones de aguja, un vestido iridiscente, y, puesto sobre los hombros, un mantoncillo azul que el viento levantaba, de modo que ella parecía tener alas. Tuve un flechazo por la bella aparición.
El día siguiente, a las siete de la mañana, el abogado abrió la puerta de entrada gritando de manera histérica “¡La he matado! ¡La he matado!”. El vecino de la izquierda llamó a la policía. Dentro de la casa los agentes no descubrieron ningunos restos humanos, sino una colección increíble de polillas, minuciosamente colocadas en cajas. Debajo de cada insecto había una etiqueta con el nombre en latín. Por extraño que pareciera, dos o tres cajas estaban esparcidas en el suelo, rotas, como si hubieran caído durante una lucha. Yaciendo en la mesa, estaba el cuerpo sin vida de una mariposa morfo azul metálico de gran tamaño con un alfiler puesto en el cuerpo, a la manera de una espada. Un ala de la maravillosa creatura se había desprendido durante la pelea. El coleccionista fue arrestado y condenado por tráfico de animales en peligro de extinción. Nunca durante el pleito se mencionó la muerte de una hermosa chica.
El señor García nunca regresó al barrio. No sabemos qué le ocurrió durante los veinticinco años tras su detención. Se susurran un montón de cosas: que él se habría ahorcado, que se habría transformado en una polilla o que se habría meramente exiliado a América del Sur donde abundan las mariposas más hermosas. Lo que es cierto es que ahora su casa está en venta pública. Hay rumores que ella estaría embrujada y que por eso no hay ningún comprador.
Sigo viviendo al lado del edificio Art Nouveau, todavía soñando con la jovencita encantadora que llevaba un matoncillo añil. Me dedico a las mariposas, -soy catedrático en entomología. Poseo sobre quinientos ejemplares de ellas, pero me falta un morfo de tonalidad aguamarina. Hace poco tiempo me topé con la colección del abogado y la compré en subasta. El día mismo que penetré con mi adquisición en casa, los insectos se disgregaron, excepto una esfinge de la muerte que presentaba un dibujo semejante al rostro de mi antiguo vecino, a menos que sea mi propio reflejo. Tan pronto como abrí la ventana porque el polvo me rasgaba la garganta, una nube de polillas agresivas penetró en mi sala de estar. Los bichos hilaron un capullo alrededor de mí y se adueñaron de mi vivienda. Temo volverme un ejemplar más de mi propia colección.
La autora nació en Bruselas 1956. Su lengua maternal es el francés. Era profesora de neerlandés en una escuela secundaria francófona. Ahora que está jubilada disfruta de su tiempo para escribir en español.
