Por Luis Gilberto Torres Bustillos (México)
Hace semanas que viajamos sin detenernos en el viejo Valiant verde de papá. Él va al volante, y junto a él, mamá lo acompaña, silenciosa. Atrás estamos Bill, el pequeño Sam y yo. Hace horas salimos del último poblado. Ahora solo nos rodea el bosque y nuestra única guía es la raya blanca en medio del camino de asfalto. Ya es tarde y se empieza a sentir frío. La radio está prendida y bajo un constante siseo se escucha una vieja melodía que no alcanzo a distinguir. Papá no apaga el radio nunca, dice que es su compañera más fiel cuando está manejando.
La cabeza de Bill gira de un hombro a otro, sin control. Lo muevo un poco para hacer que se recargue y deje de balancearse. Sam está envuelto en sus cobijas, amarrado a la silla de seguridad.
El camino está oscuro. Solo puedo ver el área que parecen perforar los faros delanteros. A los lados, se adivinan la hilera interminable de pinos y uno que otro poste de energía eléctrica. El silencio lo cubre todo. Papá a veces canturrea alguna canción que reconoce en la radio, el resto del tiempo va callado, con un palillo de dientes que muerde desde hace horas.
Me acerco al sillón delantero, tratando de ver el rostro de mamá. No alcanzo a verlo, pero sé que ahí está. Solo papá y yo seguimos despiertos. Cuando menos lo esperamos, se oye un gran golpe en el cofre del auto, es un ruido seco como si algo hubiera caído sobre nosotros. Papá no frena. Veo la expresión de asombro en su cara por el espejo retrovisor. Quizás baja un poco la velocidad, pero no se detiene. Me acerco lo más que puedo entre los asientos delanteros y alcanzo a distinguir lo que cayó: “es un cuerpo”, digo tratando de permanecer calmado. Papá, me mira y da un frenón intempestivo, de manera que el cuerpo resbala y cae del auto. Entonces, sin frenar, cambia la velocidad y arranca tan rápido como puede. Respiramos con cierto alivio.
Papá se limpia el sudor de la frente con la manga de la chamarra. Afortunadamente solo él y yo fuimos testigos de lo sucedido. Cuando nos percatamos estamos sumidos dentro de una niebla baja y espesa. La luz frente al auto es ahora mucho más corta. Papá baja un poco la velocidad. Es imposible ver nada. El vaho ha empañado las ventanas del auto. Yo trato de limpiar con la manga de mi camisa un poco el vidrio. Papá decide parar el auto. Baja del auto y cierra la portezuela. Afuera la noche está fría y la niebla lo cubre todo. Un cosquilleo sube por mi columna. Siento miedo, pero no puedo decir nada. Papá se para junto al auto y revisa el cofre. Veo cómo pasa los dedos por la lámina y al levantarlos están embarrados de sangre. Solo quiero que nos vayamos todos de ahí. “¿A qué espera papá?”.
Mi corazón salta dentro del pecho. Volteo a mirar por la ventana trasera del auto y en ese momento oigo un grito y un golpe. Giro rápidamente la cabeza. Algo está atacando a papá, no distingo si es un oso o qué. Escucho cómo grita. No sé qué hacer. Si bajo me atacará a mí también. Volteo a ver al pequeño Sam, un poco azulado ya. Bill, a mi lado huele muy mal. Agito el hombro de mamá. Su cabeza cae flácidamente hacia un lado. Veo en sus ojos la muerte. Tiemblo. Lo que atacó a papá está fuera del auto. Se oyen los quejidos de papá y gruñidos. No quiero abrir las puertas, ni siquiera una ventana. Un miedo incontrolable me invade. Solo escucho los gritos y el forcejeo de mi padre afuera…¿Qué debo hacer?
El autor es egresado de la Escuela de Escritores Ricardo Garibay. Cuentista, ha publicado tres libros de cuentos en INFINITA y está por presentar su cuarto libro en la editorial LENGUA DEL DIABLO.
