Por Luis Ariel Alfonso Conyedo (Cuba)
Cuvel entró a la casa. Olfateó la comida por unos instantes, luego sacudió la cabeza como si estuviera frente a algo desagradable, a pesar de que eran las mismas croquetas que siempre le han gustado y que, según los expertos, los perros adoran. Comió un poquito, si es que podía decirse que comió algo y luego fue hasta su cama. Se envolvió en su manta de tal forma que ninguna parte del cuerpo quedó afuera.
Podría haber pasado por alto aquel comportamiento, de no ser porque no era la primera vez que lo hacía, tampoco la segunda; de hecho, llevaba casi una semana así.
—¡Cuvel, ven aquí campeón! —dije mientras le enseñaba su dinosaurio naranja.
Asomó la cabeza. Sus orejas se levantaron, abrió la boca, sacó la lengua, un hilillo de saliva se deslizó hasta el piso; pensé que saltaría de aquella canasta y vendría a jugar. Pero no. Hundió de nuevo su cabeza y todo quedó en silencio.
¿Acaso estaba enfermo? Ya sé que los perros no muestran sentimientos así como los hacemos los humanos, pero aquel era su juguete favorito y una vez que lo lanzaba, Cuvel hacía lo que fuera para atraparlo. Me acerqué al lugar donde dormía. Empezó a gruñir. Los gruñidos eran poderosos, inimaginables en una criatura así, como si fuera una bestia enorme en lugar de un simple perro. Decidí no molestarlo, si tenía fuerzas para tratar de intimidarme de esa manera, debía estar bien.
Al otro día, desde que amaneció estaba ladrando y moviendo su cola. Quería jugar. Mágicamente desaparecieron todos sus problemas y volvió a ser el de siempre. Le enseñé el dinosaurio naranja y enloqueció. Saltó para tratar de quitármelo, corrió en círculos, jadeó. Sonreí y tiré el muñeco bien lejos. Cuvel salió disparado tras él, lo atrapó en el aire y sacudió la cabeza como si quisiera destrozarlo. Regresó hasta donde yo estaba y lo dejó en el piso para que se lo arrojara de nuevo.
Estuvimos así un buen rato. Suspiré aliviado, todos los problemas habían desaparecido o, tal vez, nunca existieron, solo era yo que me preocupaba demasiado. Una mariposa pasó volando. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y se puso a observarla. No sé qué le pasaría por la mente en aquellos instantes, pero en cuanto el insecto desapareció de su vista, emitió un aullido lastimero y corrió a envolverse en su manta.
Entré a la casa y sobre la canasta que hacía la función de cama se veía el bulto que formaba Cuvel bajo la colcha. Parecía un capullo gigante. En aquel instante se me ocurrió una idea, ¿y si lo que pasaba era que Cuvel le tenía miedo a las mariposas? Sonreí ante aquella tontería, aunque poseía algo de sentido. Los perros y la gran mayoría de animales solo ven las cosas como: esto está bien, esto no, esto es peligroso, esto es seguro; y había corrido a ocultarse en cuanto vio a la mariposa.
Luego se me ocurrieron otras teorías que, como mínimo, resultaban ridículas o, en el mejor de los casos, el material para un cuento infantil, como la de un amor prohibido entre un perro y un insecto.
Cuvel no salió del refugio en todo el resto del día y cada vez que me acercaba, gruñía con fuerzas. Al día siguiente fue exactamente igual. Luego, simplemente dejó de gruñir. Era un bulto quieto y silencioso envuelto en una manta, ¿estaría muerto? Me daba miedo levantar la tela y descubrir que era así.
Desde entonces, siempre me postraba ante la canasta y repetía lo mismo: “Por favor, Cuvel…” Llegó el momento en que obtuve una respuesta. Estaba demasiado cerca mientras repetía ese ruego disfrazado de plegaria. El perro asomó la cabeza y me pasó la lengua por la cara. Sonreí, no podía creerme que estuviera bien. Salió completamente de entre las sábanas, seguía siendo él, pero tenía algo distinto en la espalda. Abrió sus recién adquiridas alas de mariposa y se fue volando.
El autor nació en el 2001, ha participado en varios talleres de escritura creativa. Estudia actualmente Licenciatura en Educación Español-Literatura.
