Por José Antonio Santos Guede (España)
El viento trae fuego
de muerte
a nuestros sentidos.
Incendios en el pecho
al ver arrasado
nuestro pasado.
Ceniza en el alma
al respirar el olor
a muerte, a derrota,
al absorber el fin de la vida
ante los ojos llenos de sal.
Caballos de fuego
recorren la ciudad
y el olor a asfalto derretido
se diluye antes del amanecer.
Caballos de fuego.
Lava sembrando las noches,
incendiando los sueños.
Galopes incendiando la vida.
Ruido de cascos
martillando el presente.
Todavía queda un segundo donde poder
respirar
un aire libre.
La palabra justa
en el momento exacto
desató el caos
y convirtió la realidad
en olvido.
Acariciamos el alma
como si fuese la última vez que nos soñamos.
El pasado se diluyó
de la memoria.
Imágenes borrosas
de quienes fuimos,
de lo que nunca
volveremos a ser.
Las horas duelen
cuando el alma se separa del sueño
y el cuerpo y la memoria
han de transitar
la dureza de las piedras
y el dolor del sol
golpeando la piel.
Los ojos ya no ven estrellas
y el alma se apaga
poco a poco,
lentamente,
inexorablemente
hasta el fin del último suspiro.
