Jackson Pollock

Por Leopoldo Edgardo Tillería Aqueveque

La doctora Sara McKennie cierra la hermética puerta de su despacho exactamente a las 19:03. No ha tenido tiempo de sacarse su distintivo delantal blanco, de modo que los espejos del ascensor le devuelven la nívea imagen de la reconocida genetista que se desempeña hace años como investigadora en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de San Diego.

Como detesta conducir, toma un taxi en dirección a su hogar, distante a unos 25 minutos de la Facultad. Ya en su casa, y en medio de una docena de páginas de internet que su tableta mantiene abiertas, decide tomar un descanso antes de continuar con algunas búsquedas pendientes para una de sus actuales investigaciones.

19:05. Daniel García, repartidor de una conocida cadena de pizzas, estaciona su moto afuera de su casa, en pleno barrio San Ysidro. Ha terminado el turno del día y espera, ansioso, ver con su esposa el partido de los San Diego Padres que comenzará a eso de las 20:00. Pero García no alcanza ni a poner el pedal de apoyo de su motocicleta. Tres sujetos con sus caras cubiertas con medias se bajan del Suzuki Swift que estacionó justo al lado del repartidor, y a punta de pistola suben al aterrado ciudadano mexicano al asiento trasero del citycar. Ya en su interior, le ponen un trapo aceitoso en su boca y un saco de arpillera en su cabeza firmemente amarrado con cinta de contacto. Enfilan con rumbo desconocido.

19:09. El WhatsApp de la doctora McKennie suena varias veces seguidas. La mujer toma su móvil y lee los mensajes, que le indican “ciertos cambios en la pintura”. Desde luego, es un mensaje cifrado. Nuevos mensajes añaden que “Pollock está inquieto”, y que “faltan implementos para que la obra esté terminada”. McKennie contesta, neutra, que “la pintura y el acrílico llegarán a tiempo”, y que “no olviden tomar nota de cada trazo del artista”.

19:06. Linda Morgan, una rubia de 22 años, ha salido a comprar unas gaseosas al pequeño negocio de la vuelta de su apartamento. Viste buzo color malva y lleva el pelo tomado. Apenas dobla la esquina de B Street con 5th Avenue, dos hombres armados, que aparentaban estar conversando amenamente, la suben a viva fuerza al furgón que estaciona justo frente a ellos. Los intentos de gritar de la joven son abruptamente frenados por el paño con escopolamina que le pegan a la nariz. La blonda cae inconsciente sobre el piso del vehículo.

A la misma hora, Rita Jackson, una adolescente afroamericana de 17 años del sector sur de San Diego, se dirige a la casa de su mejor amiga, Gioconda Brown, de la misma edad. Ambas casas están separadas por menos de tres cuadras. Cuando está a unos metros de la casa de su amiga, la muchacha siente un dolor descomunal en su cabeza. Media hora después, despierta amordazada y atada de pies y manos en el maletero de un vehículo en marcha.

20:33. El móvil suena de nuevo. Sara McKennie deja de leer los artículos sobre cromosomopatías que ha bajado de la red, y ve los mensajes recién llegados. Son cada vez más difíciles de decodificar, pero paradójicamente más tranquilizadores: “Pollock pinta como un verdadero genio”, y “por momentos se nota hasta frenético, como un verdadero expresionista”.

A las 19:40 de ese mismo día, en los suburbios de la ciudad, tres personas, amarradas de pies y manos, cada una en una jaula de un metro cuadrado con barrotes de acero, y cinta adhesiva cruzándoles varias veces sus bocas, gimen y lloran desesperadas frente a lo que consideran la peor de todas las pesadillas. Una de ellas, Linda Morgan, está sumergida en sus propios orines y heces, contorsionándose, como una salamandra cruzando el fuego, en el duro piso de su pequeña cárcel.

Frente a ellos, en una jaula tres veces más grande que en la que están encerrados, una criatura fuertemente encadenada por el cuello y sus cuatro extremidades, mitad hombre, mitad primate —babuino, a decir por su cabeza—, devora como enajenada trozos humanos crudos.

Los tres secuestrados esa tarde tienen la prueba ante sus ojos: en camillas de acero, como aquellas que llenan una sala de autopsias de cualquier morgue del mundo, yacen varios cuerpos desmembrados. La maquinaria a la vista —sierras, bisturís y machetes de última tecnología— es utilizada por una docena de sujetos con mascarillas quirúrgicas y vestidos con monos de neopreno color azul completamente manchados de sangre y de una materia verduzco-amarillenta. Las vísceras, órganos y restos de los cuerpos que no forman parte del menú del monstruo, son tirados en un tambor de aluminio colocado justo al lado de las tres camillas metálicas.

La criatura no grita ni aúlla, porque, a juzgar por la notoria cicatriz en el cuello, le han cortado las cuerdas vocales. Tampoco tiene ojos: se los han arrancado hace años, seguramente cuando fue creada. Sólo conserva el entrecejo peludo y severo de un primate. Sus movimientos, zigzagueantes y violentos, fruto de su ceguera, son más laterales que frontales. Su inmensa boca, que abre colosalmente para engullir la carne humana, muestra los dientes afilados de un babuino adulto, sobre todo sus temibles colmillos inferiores. El cuerpo, musculoso y cubierto por una especie de pelusa gris blanquecina, tiene la forma de un liliputiense gigante. Tampoco tiene genitales externos. No hay duda de que fueron extirpados al nacer. Está parada en dos patas, no en cuatro, y sus manos son tan humanas como las del resto de los seres ahí presentes.

En medio del inaguantable hedor del lugar, y cerca de una de sus esquinas, uno de los hombres anota y grafica los datos provenientes de la observación del modo de comer de la criatura. Los tres secuestrados se miran con una mezcla de pavor y resignación. Saben perfectamente que serán el próximo alimento de esa espantosa hibridez. Lo que desconocen es si los descuartizarán vivos o muertos. 

En un rincón apartado de su jaula, Rita Jackson ora en silencio, como queriendo conjurar todos los demonios que, vaya a saber Dios desde cuándo, reúne ese laboratorio del horror.

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