La noche de ánimas

Por Fernando Arranz Platón

Carlos recordaba, como si fuese ayer, que cuando llegaba el segundo día del mes de noviembre, las campanas de todas las iglesias del valle al unísono repicaban, ha muerto. Era una manera de que las gentes recordaran a los que habían fallecido.

El nuevo día amaneció algo tristón y con una niebla que impedía ver los incipientes rayos del sol.

El sonido de las campanas fue una constante durante todo el día. Cuando la noche fue cayendo sobre la masía y los campos, su padre y hermanos regresaron a la casa.  Antes recogieron a los animales en las cuadras.  Una vez aseados, la familia se dispuso a cenar. Un viento, un tanto sombrío, azotaba las ventanas y los primeros relámpagos, iluminaron hasta los más lejanos campos de la propiedad.

Finalizada esta y como era costumbre, en su familia se prepararon para rezar el rosario alrededor de la mesa. Los truenos eran cada vez más amenazantes, y en ocasiones vieron, a través de las ventanas, caer algún rayo sobre el bosque cercano.

Al acabar el rezo, cada uno de ellos se dirigió a su habitación para descansar. El padre, después de comprobar que las cuadras se encontraban cerradas, se retiró a la suya.

Cercana la medianoche, el ruido de la tormenta y de los cascabeles de una mula despertaron al campesino y su familia. El sonido procedía del exterior de las caballerizas. Ante el temor de estar siendo robado, el dueño armado con una escopeta de caza y acompañado del hijo mayor, salieron en busca del animal.

La cuadra permanecía cerrada tal como la dejara, sin embargo, parecía que una mula o un caballo girase alrededor de la casa, aunque no se viese ninguno. De pronto, se oyó un grito angustioso, al tiempo que cesaba el ruido de las campanillas. Se dirigieron hacia el lugar de donde había partido el grito y allí, en el fondo de una zanja, encontraron a Carlos, el hijo menor de la familia que, con el cabezal y los cascabeles puestos alrededor del cuello, era el animal perturbador en aquella noche de ánimas.

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