El platillo de la muerte

Por Tania Sabino
México

Un día, mi mamá y mis hermanos habían salido sin mí y después de limpiar la casa, ya no tenía caso quedarme, así que fui a comer con la abuela. Los vecinos amables como todos los días me saludaban, llegué y toqué cuatro veces e inmediatamente la abuela abrió, ya teníamos nuestro propio toque. La abuela y yo éramos los mejores amigos.

Me sirvió su comida favorita, el cual, por cierto, era mi favorito también, tenía un sabor exquisito que yo siempre quería probar, lo llamaba “el platillo de la suerte”, y al terminar, la abuela ya estaba en el sillón que tenía más de cien años ahí, mientras yo salía a jugar al patio trasero, terroso y con unos árboles que por arte de magia seguían vivos sin tener agua, me gustaba la sombra que brindaban, sin cubrir completamente el sol y siempre con la brisa perfecta, eran los mejores para ese sol tan fuerte de desierto.

De pronto, vi como unos gusanos se acercaban a la casa de los conejos, ella tenía bastantes, de todos los colores, eran muy cariñosos, a veces me gustaba jugar con ellos, pero no por mucho tiempo porque era algo alérgico a su pelo, me preguntaba qué tanto hacía la abuela con ellos, solo estaban ahí desde que recuerdo, pero ese día tenían una mirada vacía, y ya no jugaban ni saltaban como siempre, se me quedaban viendo con esos ojos rojos y cafés oscuros, como si trataran de pedir ayuda, como si el cansancio los matara, como si me quisieran decir algo, pero no pudieran, no solo porque los conejos no hablan, sino por el miedo que sentían. 

Sus ojos eran sus ojos, ya no solo la mirada, como si les inyectaran algún líquido rojizo y viscoso, pensé que tal vez todos estaban enfermos, pero el lugar estaba limpio y no había ningún rastro de mugre o enfermedad, solo gusanos y terror. Se formaban en línea para adentrarse a la conejera, y como cualquier niño, mi curiosidad debía de ser saciada… abrí la reja para entrar al patio pequeño, y después me agaché para gatear como un bebé y entré, fue ahí cuando no pude creer lo que mis ojos veían y por un momento pensé que era un mal sueño.

Al principio no vi nada, pero claro que olí algo, era fuerte, no como cuando la comida se echa a perder, era un olor penetrante y ardiente que hasta los ojos me lloraban por la falta de oxígeno, olía a sangre, a heces, a carne podrida, a muerte. Cuando mi vista se acostumbró a la oscuridad, por fin pude ver qué era lo que desprendía ese olor. Cuerpos. Eran cuerpos, muertos, en descomposición, algunos sin manos, piernas o cabezas, estaban todos cortados, por cualquier lugar, estaban deformes y algunos ya se les empezaba a ver el esqueleto. Había conejos. Había más conejos, conejos arriba de los cuerpos, comiéndolos y algunos que ya no se movían por lo atascados que estaban, atascados en vida, sufriendo y unos ya muertos.

Mis rodillas me dolían del tiempo que me quede ahí, no sé cuánto fue, si fueron segundos u horas, lo ignoro, pero cuando salí estaba lleno de sangre, tierra, lodo, y algo más que no quise descubrir que parecía que me quería ahí con los cadáveres. Los conejos ni siquiera se inmutaron en mi miedo, lo único que supe fue que en ese momento yo había llegado a mi casa, había corrido directo a la bañera y mientras me bañaba, vomitaba el plato de la abuela.

Al siguiente día mi madre me dijo que fuera con la abuela por unas cosas, yo me rehusé, y mis hermanos al ver mi negación también lo hicieron, mi madre me regañó, así que no tuve más remedio que ir, me armé de valor y salí, caminando por mi calle, todo era normal, pero al dar la vuelta las cosas me empezaron a parecer un poco… raras.

Los vecinos tenían comportamientos extraños, me di cuenta de que todos hacían lo mismo, fue cuando me fijé en las puertas, en ventanas y en todas las casas, fue cuando el miedo empezó a crecer en mí conforme avanzaba por la calle, todas tenían un conejo tallado a la perfección, justo como los de la abuela. Los vecinos me miraban como si quisieran pedir ayuda, pero sin decirlo, y sus ojos abiertos como platillos voladores, tan rojos que me pareció que no parpadeaban y su boca abierta, ahora no como una sonrisa, sino como una llamada, o algún grito que podría ser gutural, justo como los conejos. 

Toqué cuatro veces, salió una mujer de mucho porte, alta, con el cabello un poco blanco por la edad, y con un rostro fuerte, pero amable hasta que la mirabas a los ojos, contenta me dijo que tenía las cosas, me hizo pasar a lo cual accedí dudando, me senté en su sillón y pasé la mirada por toda la habitación, nunca había prestado atención a los detalles, fue un error. Todas las fotografías estaban… mal, en todas había personas que yo no conocía, ninguna era de la familia, exceptuando mi fotografía con ella, me levanté y empecé a ver con detenimiento a aquellos desconocidos, tenían una sonrisa macabra, como ella, y una mirada como si me estuvieran esperando. Y en todas las fotos había conejos, muchos conejos.

Una fotografía captó mi atención, era el abuelo, tenía una mirada triste y desolada, la abuela aparecía con esa sonrisa macabra que tenían todos los demás, estaban tomados de la mano con un hilo rojo amarrado por la cintura y uno negro por la mano. La abuela me tocó el hombro y volteé exaltado y ahí estaba, parada muy cerca de mí con esa misma sonrisa, me dio las cosas, le agradecí y salí corriendo de la casa lo más rápido que pude sin mirar a los vecinos de su calle, logré llegar a mi casa, y por lo visto, con muchas lágrimas en el rostro, pues mi madre se alarmó, pero no le pude decir todo lo que había visto.

A los cuatro meses nos mudamos de ahí por un puesto que le habían ofrecido a mi madre, dejando atrás a la abuela, y la calle de ojos rojos y bocas grandes, y durante esos cuatro meses no pude entrar a esa casa, tampoco dejaba que mis hermanos fueran, por lo que de vez en cuando ella nos visitaba. Para mí, su rostro había cambiado, ahora solo tenía una sonrisa enorme, con ojos rojizos muy profundos y una expresión única que nunca pude descifrar, al igual que el lugar en el que vivía.

Después de varios años, entendí el porqué de los conejos, y es tan obvio ahora que ya no quiero saber más…

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