Por Ayelén
Chile
«En realidad, el mundo continuaba siendo para mí un lugar de horror insondable. No se trataba de un lugar fácil en el que todo se decidiera simplemente entre ganar o perder.»
Leídas esas palabras, el joven no pudo evitar esbozar una sonrisa, una de oreja a oreja, que podría causarle gracia a cualquiera, menos a mí, menos a ti, ¿por qué?, porque este joven vive en y de la impersonalidad. El inicio de sus alucinaciones es algo que desconozco, su corazón se detiene abriendo de par en par la puerta como si fuese la única certeza.
Él cierra el libro, “Indigno de Ser Humano” se titula, de algún modo pudo sentir afinidad hacia el protagonista cuyas desgracias poco y nada se asemejaban a las suyas, dejaba el libro en una estantería donde podía perderse y no volver a verlo hasta dentro de cinco meses, ahí guardaba polvo.
El joven, que solo podía mantenerse desde la dependencia, mensajeó a su pareja, recibía una respuesta constante asustándose cuando pasaban más de seis minutos, el corazón se le aprieta sintiendo que es asfixiado. Cuando la vista va hacia el reloj esto se detiene, en la cercanía de los minutos y segundos, en la vorágine que esto le significaba, llegaba la hora acordada, esa que demostraba la pausa de su vida, quizá la única que valía la pena fuera de los medicamentos que consumía. Sí, nuestro protagonista es un depresivo sin remedio que al mínimo descuido podría tener una sobredosis, las pastillas son una salvación y al mismo tiempo una perdición, arma de doble filo. El toque de la puerta le saca de sus cavilaciones, se trata de su pareja que apenas le ve regala una sonrisa, toman sus manos y comienzan a caminar hasta llegar a una plaza donde toman asiento.
Su vista se perdió en el atardecer, comúnmente le ocurre, luego la aguda voz le lleva de vuelta al “aquí y el ahora” como si con ello presionara un interruptor en su cabeza; volteando la atención a lo externo. Al lado, la joven, ella acariciaba un perro que se acercó a los pocos segundos, lo hace por él, porque sus hábiles tiemblan y el frío le acoge.
Un segundo y dos, casi tres, bastan para que su mano roce la de él de manera tímida, inevitablemente una sonrisa se asoma entre sus labios, le comenta lo bella que resulta en ese momento y siempre, termina por sujetar su mano, los anillos naturalmente chocaron al instante que las manos se encontraron como semejanza a las piezas de un rompecabezas.
Las palabras leídas antes de salir hicieron eco en su cabeza de pronto, se tensó y su pareja lo notó.
— ¿Qué ocurre, Dani? —la joven con el dedo pulgar realizaba círculos en el dorso de la mano ajena a fin de calmarle.
— Nada.
— Mentira.
— Estuve leyendo un libro.
— ¿De qué trata? —el calmante había frenado, sus miradas se encontraron, pero Daniel desvió la mirada, se sentía expuesto—. ¿No te gusta mirarme?
— No es eso. Trata de un niño que siente no encajar en la sociedad, la palabra “humano” le es ajena, de algún modo el autor encontró las palabras perfectas— se soltó el agarre—. Me gustas.
— ¿Y eso?
— Quiero que lo sepas.
— No me asustes.
Una risa escapó de los labios de Daniel, una sin gracia alguna, porque al final, aunque no quisiera, terminaba haciéndolo, porque vivían en un bucle y la podredumbre se estaba expandiendo a sabiendas de ambos.
— ¿Vamos a comer un helado?
— Vamos.
Se levantaron del asiento volviendo a tomar sus manos, nuevamente el sonido de los anillos, la sonrisa de ambos y el caminar sincronizado, la pareja perfecta, la pareja sumida en el pecado, eso eran, ambos jóvenes lo sabían, pero no mermaba el gran amor que proclamaban tener y que, efectivamente se tenían, porque a pesar de llevar solo meses fueron capaces de formar una fuerte relación de cariño y comprensión mutua. Daniel miró hacia la fémina, ella aún sonreía como si aquel gesto fuese a curar todos los males de su pareja, y realmente lo hacía.
— ¡Déjame probar!, no seas egoísta— reclamaba Elisa, con un tono infantil.
— Pero ya tienes tu helado, además no te he pedido el tuyo.
— Deberíamos intercambiarlos, como cuando las parejas se comparten con una cuchara— Daniel rio—, no es chiste.
— Tus ocurrencias… Bien, pero nada más un poco.
Con la cuchara de plástico rosa, Daniel tomó un poco de helado y lo llevó a la boca de su pareja, ella hizo lo mismo. Sus tardes solían ser de este modo; Elisa iba a buscar a Daniel y ambos pasaban la tarde juntos hasta que las luces artificiales mostraban el camino, luego Elisa dejaba a Daniel en su casa y continuaban enviándose mensajes, Elisa sin saber cuál sería el último de su amado y él con esa misma interrogante, menos frecuente, igual de preocupante.
