Por Rubén Fernández
Uruguay
“¡Salve Zambí, Padre y Creador de todo el Universo y jefe de todos los caboclos…! Que tu luz me ayude a tener compasión por el otro y por mí mismo…”
De Oración de los Caboclos
“De la Punta de Maisí al cabo de San Antonio, el que no tiene de congo, tiene de carabalí.”
Dicho popular cubano.
El día del velorio de Caboclo Viejo, todos los terreiros estuvieron presentes. Era julio, y una luna blanquísima y redonda alumbraba la vivienda del conventillo de la calle Yerbal. Decían que tenía más de cien años, decían que todos habían aprendido de sus enseñanzas sobre el candomblé o culto de los orishás. Le conocía desde mi infancia, por todas las historias que contaba mi abuela, y sabía del respeto que le tenían en el barrio. Como periodista de La voz del Pueblo y para recabar testimonios sobre vida y costumbres de los negros de Uruguay, me acerqué al velorio. También a rendirle mis respetos al difunto. Me contó Doña Nicasia Lenzina, esa noche de despedida, que sus ancestros habían sido “piezas de Indias”. Todos eran marcados con el hierro candente, enseguida de desembarcar en el puerto de Montevideo, tanto con la Marca Real en pleno pecho, como la del asentista en la espalda. Traídos por la “Compañía de Filipinas” de más allá del Atlántico, de la lejana Mozambique, donde jamás regresarían, dejando sus familias y una vida feliz. A latigazos les embarcaron hacia América, hacinados en los barcos, para dejar de ser humanos. Pasaron a valer menos que los animales. Pasaron a ser “los negros”, en la larga travesía, entre heces y orines; solo sus cánticos y rezos a la luna, que dejaba ver su luz a través de las carcomidas maderas, mitigaba el dolor. Contó que su madre había sido comprada por Hado Alzadi, embarazada y después vendida por aquel dueño de cuerpos, pero que nunca lo sería de sus almas. “¡Qué Exú, el que todo lo ve, el que está en todas partes acoja sus almas!”, repetía la anciana Madre de Santo, después de rememorar estas historias de nuestro pueblo. El repiquetear de los atabaques y el humo de la fogata que caldeaba el ambiente, le fue soltando la lengua, mientras secaba sus ojos llenos de recuerdos, con la pañoleta que le cubría los hombros; arreglaba el turbante que ornaba su cabeza y los abalorios y cuentas de los collares sobre su blanquísima vestimenta. El Caboclo Velho, vistiendo sus mejores galas, descansaba en el ataúd, ya en compañía de Ogum. Las viejas plañideras rodeaban el modesto cajón. “Él me inició en la Umbanda… que Oxalá, Xangó, Iemanjá, Oxossi… iluminen siempre su memoria… Fui Pomba Gira en la juventud. Aprendí que ella siempre aguardaba, con eterna paciencia, en los cruces de caminos, que adoraba el sexo, las bebidas fuertes, el tabaco y todo lo que fuese diversión. Caboclo Velho fue quien me enseñó todo e hizo jurar que nunca, nunca, dejaría que los ritos de nuestra cultura fueran olvidados. A la Pomba, los pobres siempre le solicitan trabajo y protección para sus hogares. Algunos, la invocan para deshacer ataduras, ligaduras que causan el mal y enferman. La vela, mitad roja y mitad negra, es la que pide para que los ruegos sean escuchados. Ella es el amor, la pasión, la atracción… La Umbanda es la única religión de los pobres…”, prosiguió, mientras liaba otro cigarro y canturreaba: “Quem quer viver sobre a terra. Quem quer viver sobre o mar. Salve o caboclo velho, salve a Sereia do Mar.” “Como esta luna que nos alumbra, te juro mi negro, es mucho lo que tenemos que agradecerle al Caboclo: sus enseñanzas con los buzios, su fortaleza ante las adversidades de nuestro pueblo, su serenidad, sabiduría, eterna alegría, su alma generosa y corazón puro. Nunca se cansó de repetirnos que la vida está formada por desafíos y aprendizajes, que hay que aceptarla como viene, que la oración de los caboclos hay que rezarla cada día a las seis de la tarde o cuando se pone el sol, que se acompañará siempre, con una vela verde y un tazón lleno de miel, para la dulzura y la prosperidad… tantas enseñanzas nos dejó…” Finalizó, y la dejé descansar mientras seguía hurgando en su memoria aquella noche en que le dijimos adiós al Caboclo.
Para las exequias, todos habíamos preparado las mejores galas, luciendo nuestras joyas más preciadas: cintas, oropeles, viejas ropas rescatadas de baúles, zapatos, fracs, levitas, antiguos uniformes, lustrosas chisteras, todo para homenajear al difunto. Estaban los tambores, los cánticos que guiaban el espíritu del muerto, a los cielos de eterna paz de los orishás, donde descansaría por la eternidad. Libre. Jamás esclavo.
Después de acercarle un vaso de aguardiente, le insté para que siguiera con sus recuerdos sobre el Caboclo y la religión: “Nuestros cultos, siempre fueron respetados, aunque sabíamos que los blancos no los veían con simpatía. Hasta que un día, las plagas bajaron para los negros y sobre todas nuestras creencias. Nos prohibieron que practicáramos los rituales, alegando que eran brujerías, que eran prácticas de Belcebú, que nada tenían que ver con los preceptos de la Santa Iglesia Católica. Fuimos perseguidos durante el golpe de estado de Gabriel Terra. Prohibieron todas las actividades de Umbanda, incluso muchos negros fueron encarcelados, al enterarse que continuaban practicando, lo que dijeron, eran creencias paganas. Caboclo, del que conocían su gran prestigio como Pae de Santo, fue con quien más se ensañaron las fuerzas represoras. Cuando lo largaron, el pobrecito era puro hueso y piel. El silencio se apoderó de todos los pobres, para quienes la única cura a los males del cuerpo y el espíritu eran las ceremonias de los orishás y la fe en Oxum, en Xangó. Quisieron matar las creencias, pero no lo lograron. Hoy, los buzios, me dicen cada día, que un pintor habrá de plasmar en sus cuadros cientos de historias de la vida de nuestro pueblo, que nuestra música, el candombe, seguirá vivo y conocido por todo el mundo, hasta en París sabrán sobre los negros del Río de la Plata. Aprendimos que nunca se puede matar la memoria. Él recorrerá los barrios pobres de Montevideo y del interior, bocetando ceremonias, vestimentas, bautismos, bodas, fiestas de los negros. Que él, como abogado, luchará para abolir la pena de muerte, al ser los negros en quienes caen siempre las mayores penas. Será objeto de muchas burlas, por pintar negros, pero no le importará.”
―Ese pintor será, Don Pedro Figari.
