Por Henry Ortiz
Bastante acostumbrados estábamos mis hermanas y yo a los maltratos de papá, sobre todo luego que mamá muriera y Él decidiera pasar de ser un alcohólico parcial a serlo por completo. Mis dos hermanitas y yo no solo debíamos ser testigos del detrimento de nuestro viejo, sino que además debíamos soportar la cólera en la que entraba cuando el alcohol no era suficiente para sumirlo en un estado soporífero o por lo menos de letargo.
Cuando aquello ocurría, Yo, su único hijo varón y para colmos el mayor, tenía que tomar el lugar de un tiradero de golpes y maltratos, vilipendios y humillaciones, no solo para que se desahogara y la cosa no pasara a mayores, principalmente para que no la agarrara con mis hermanas y llegase a ser capaz de maltratarlas. Aquel era mi principal temor, yo quería mucho al viejo y hasta comprendía su rencor contra la vida y toda la frustración que arrastraba, pero jamás toleraría que pusiera una mano encima a mis hermanitas, honestamente ambas se parecían mucho a mamá y yo en lo personal, casi que las veía como una extinción de ella, como su última oportunidad para tratar de preservar su alma en el mismo mundo que habitábamos nosotros, sus hijos, los huérfanos.
Esta era la función que ofrecía mi circo familiar, o lo que quedaba de él, cada domingo que regresaba papá, luego de perderse del mapa desde el viernes que recibía su pago. Por lo general, cuando retornaba a casa, o no le quedaba dinero, o había tenido que prestar a algún compañero para poder suplir los gastos de la semana. Desde que mamá murió, el viejo se había convertido en un ser errático, mezquino e irresponsable. El compromiso que sentía hacia nosotros no era mayor que el que experimentaba por el cantinero o el expendedor del estanco.
Con mis escasos doce años empecé a trabajar en el mercado del pueblo para que mis hermanas pudieran continuar estudiando. La cosa, que de por sí era medio complicada, se dificultó mucho más cuando mataron a Gaitán y estalló la guerra entre liberales y conservadores. Mi padre acérrimo liberal se vio envuelto en una rencilla de grandes proporciones, todo el país estaba en guerra y dividido en dos bandos, rojos y azules, liberales y conservadores. Esa tarde que los conservadores se apoderaron del pueblo, papá había regresado perdido de la borrachera y el susto, una vez en casa trataba de despejar sus nervios insultándonos a nosotros.
Yo la hacía más de responsable de mis hermanas que mi propio padre, ese animal herido y enfermo que no era ni la mitad del hombre que tenía que ser. Ante mis ojos, solo era uno con rasgos de bestia; más energúmeno que persona. Ese día que el pueblo se vio invadido de conservadores, cuando papá llego a casa, apenas era mediodía y ya estaba perdido de la borrachera. Me vi obligado a interceder para que no fuese capaz de poner un dedo encima a mis hermanas, me jodió doble, con sevicia.
La rabia que me hervía la sangre y me subía hasta el cerebro era algo increíble, una especie de catalizador del dolor y la ira, toda la que es capaz de sentir un muchacho de doce años, lleno de rencor con la vida por arrebatarle a su madre y de odio hacia su progenitor por no ser suficiente para cumplir por lo menos su patético rol como padre: proveer y proteger. Terminó dándome la limpia de mi vida por no tener sus botas listas y su caballo ensillado. Me dio con el fuete para fustigar al caballo, me hizo sangrar las piernas horriblemente. Luego acotejo sus cosas y se marchó cabalgando por el monte con una botella en la pretina y la escopeta en su espalda.
Lleno de rabia, espere que se alejara un poco y tome otro caballo en dirección contraria hacia el puesto de comando que los conservadores habían montado en la plaza, una vez allí les di todos los detalles y especificaciones posibles sobre donde podía estar papá y sus compadres. La venganza era exquisita. Ni el más mínimo atisbo de culpa me socavo. Todo lo contrario solo placer fue lo que experimente mientras delataba a todos esos borrachines, en realidad me daba pena por ellos, pero igual no había sido yo quien les recomendara ser compañeros de esa basura que se hacía llamar mi padre. En fin, de camino a casa, me hacía la idea de ser el nuevo padre de mis hermanas, de tener que trabajar mucho más que antes para poder velar por ellas. Sin que me lo dijeran ya sabía que el viejo era hombre muerto, y bastante bien que me sentía con ello, descansado, aliviado, como un hombre nuevo. Sin duda la vida no sería fácil, pero igual, nunca lo había sido. Al menos ahora no tendría que aguantar los golpes de la vida y de paso los golpes de aquel que llevaba el mismo nombre y apellido que yo.
Esa noche no regresó a casa como lo había prometido, al día siguiente me pasee con el caballo por el pueblo a ver si lo encontraba y sorpresa, lo hallé, estaba colgado del almendro en medio del parque, justo al frente de la iglesia. Me aproximé a su cadáver y revisé sus bolsillos. Su cara era una masa morada donde ojos y lenguas sobresalían como protuberancias obscenas y repugnantes. Apenas logre dar con unos cuatro pesos. Fue lo último que recibimos de él, lo suficiente para desayunar ese día. Yo no pude hacerlo, las niñas, si, gracias a Dios, tal vez si hubiesen visto lo que quedo del otro, tampoco ellas habrían tenido apetito ¡Qué bien que no haya sido así!
