Trágicas manecillas

Por Carlos Alberto Dávalos Alonso

Por mucho pensé que vencer el paso del tiempo era algo inevitable, contemplaba la vida como un escenario en donde todos eran reinados por el ojo de Cronos. Nunca me sentí a gusto con la idea de caminar al ritmo y paso de las manecillas del reloj, odiaba sentir que cada segundo que pasaba a través de mí era algo que no podría volver a tener. No estaba dispuesto a ser borrado y olvidado con el paso de los años, a volver a la tierra como un cúmulo de polvo. 

Todo cambió cuando escuché a un par de marineros hablar sobre una lejana isla en la que existía una leyenda sobre un elíxir que garantizaba juventud y vida eterna. No me incomodaba la idea de permanecer siempre joven, pues lo que me interesaba era detener el avance del tiempo, y si lo podía lograr, que mejor que fuera conservando el vigor y la energía de la juventud. Dudo que hubiera mucho que pensar, si me embarcaba en la búsqueda de aquello que daba origen a leyendas y habladurías sobre la inmortalidad, no tenía nada que perder, pero si no lo intentaba jamás lograría mi anhelado cometido contra la despiadada tiranía de Cronos. 

Luego de inconmensurables viajes, de molestas travesías y arduas odiseas, me hice del tan codiciado origen de la inmortalidad. El supuesto elixir no era como yo lo había visualizado, esperaba encontrar alguna fuente mística, un objeto arcano o algo que pudiera materializar el esplendor de la vida eterna que se prometía. Para desgracia de mis expectativas, en lo más profundo de una cripta bajo una montaña, en una isla en medio del océano Pacífico, empotrado sobre un primitivo altar de piedra, se hallaba una sencilla y angulosa pieza de metal con unos pocos jeroglíficos tallados en cada cara. Me di por timado ante el insignificante y prosaico objeto que distaba de la épica imagen que deseaba tener frente a mí, en ese momento creí devoradas todas mis ilusiones y sueños, lo único que podía hacer era tomar el supuesto artículo mágico y esperar a que tuviera algún tipo de valor para algún coleccionista y así podría recuperar un poco de la inversión puesta en mi larga expedición. Como no hubo compradores para lo que yo vendía, no tuve más remedio que conservar aquel pedazo de mineral; sin embargo, jamás pude imaginar lo que ocurriría ante esa decisión. 

Con el tiempo me sumí nuevamente en una asfixiante cotidianidad y dejé de tratar de buscar algún comprador para el extraño artefacto u otros remedios que me intentaran proporcionar vida eterna, pasaron cinco años y yo percibía todo de la misma forma en la que había sido siempre. No fue hasta transcurridos diez años de mi adquisición, que el mineral demostró ser fructuoso, pues en una concurrida reunión a la que fui invitado la gente no paraba de asombrarse con mi jovial apariencia, los primeros comentarios me resultaron lisonjeros, pero luego de recibir otras treinta opiniones similares empecé a tomar el asunto con más seriedad. En esa época no había cámaras fotográficas, por lo que no había forma de cotejar las afables acusaciones sobre mi aspecto físico, también carecía de retratos que pudieran confirmar lo que sospechaba. Lo cierto era que el tiempo se me había pasado volando y en lo que menos había prestado atención era en cómo lucía. Ante aquel suceso plagué de espejos cada rincón del solar que habitaba, no había habitación en la que no hubiera alguno, de esta forma podría constatar los resultados. La única conclusión que salió de toda la observación que hice fue que con los años no dejaba de aparentar tener más de veinte años. Al confirmar mi inmortalidad me deshice de todos los espejos y guardé la misteriosa pieza en una caja fuerte. 

Dejé de agobiarme por el fugaz paso de las estaciones, los capullos brotaban de la tierra, florecían y perecían hasta quedar marchitas, abriendo paso a la descomposición. Los meses y las festividades podían pasar al ritmo que les placiera, pero fuere cual fuere su velocidad no representaba ni un abrir y cerrar de ojos en mi infinita longevidad. Al cumplir cuarenta primaveras supe que sería necesario mover mi domicilio, dado que era imposible seguir pretendiendo que mi aspecto era un cordial gesto del destino. Tras abandonar la ciudad, nunca volví a establecerme en algún lugar por más de diez años consecutivos, no tenía padres ni hermanos y no era adepto al resto de mis familiares, por lo que no tenía lazos emocionales en ninguna parte. No obstante, tenía plena disponibilidad de tiempo para hacer lo que me viniera en gana, leí cuantos libros quise, aprendí sobre música, pintura, arquitectura y otras muchas disciplinas, la situación era que mi vida no tenía fin, pero la capacidad de mí memora sí, por lo que tuve que reaprender bastante de lo que el paso de los años me había hecho olvidar y ponerme al tanto de los nuevos descubrimientos.

Más de una vez quise experimentar lo que era amar a alguien, pero nunca pude volver a matrimoniarme con alguien, jamás tuve la fuerza para soportar la muerte de un ser amado, y menos después de haber pasado varios años junto a Genevieve Colston. Ella siempre difirió a todo ser humano con el que haya convivido, era de noble corazón, puros sentimientos, excéntrica imaginación y filantrópico carácter, en otras palabras no hay nada que no amara de ella. Éramos el uno para el otro y con ella tuve la suficiente confianza para atreverme a confesarle la clase de hombre con el que ella se estaba involucrando, al inicio fue escéptica para creer una sola palabra pronunciada por mí. Luego de presentarle innumerables pruebas de que lo que decía era cierto y con ayuda de mi inquebrantable juventud, ella creyó, solo que eso no la hizo cambiar de opinión con respecto a mí, el amor que me profesaba crecía a cada segundo. Conforme nuestra historia escribía más capítulos, yo me avoqué a buscarle el mismo artilugio que se había vertido en mí, intentamos utilizar la mística pieza, pero el tiempo siguió corriendo para ella, y por más que intentamos nunca logramos detener su reloj. En su lecho de muerte desprendí más lágrimas que cualquier diluvio que haya precedido a mi existencia, maldije la inmortalidad, pero ella solo tomó mi mano la acarició suavemente y dijo que si no hubiera sido por aquella magia nunca nos hubiéramos conocido, y con eso dio su último aliento.  

Por mucho que mi amada Genevieve quiso que yo viera la vida eterna como un regalo, luego de su fallecimiento surgió un despiadado dilema sobre el presente otorgado por el enigmático mineral, por un lado deseaba ver la bondad de la vida en todo su esplendor como mi querida Colston siempre sugirió. Sin embargo, ella jamás pudo atestiguar que nada se salvaba del paso del tiempo, las personas nacían y morían como cualquier otro ser vivo, los paisajes cambiaban, y ahora el tiempo me castigaba, forzándome a atestiguar su paso de una forma muy distinta. Las sociedades cambiaron, la gente lucía y actuaba diferente y yo flui adaptándome a un sinfín de modificaciones, a todo lo que me rodeaba. 

Los años que llegaron no fueron más amables que los anteriores. Vi imperios surgir y caer, vi la avaricia de los hombres desembocar en atroces eventos, presencié masacres y destrucción. Demasiadas veces pensé que por fin atestiguaría la culminación de la humanidad a manos del fuego y la pólvora, pero las tragedias no cesaban, se repetían, se reinventaban bajo nuevas caras y motivos y nadie parecía ver que era similar a lo ya vivido solo que más intenso. Las generaciones tendían a olvidar su pasado y lo repetían con afanosa pasión, los errores se pagaban en llantos y sangre. Cuando nací se creía que el fin llegaría por juicio divino y ahora solo veo que no es así, la humanidad no necesita que un ser celestial los destruya pues son capaces de acabarse ellos mismos o con el mundo que los rodea. Mi amada Genevieve jamás pudo haber imaginado los horrores que me han tocado ver desde que me abandonó. Muchos fueron mis intentos por querer terminar con mi vasta vida, pero ni la pieza de metal ni mi cuerpo sucumbieron a toda clase de herramienta o acción que yo pudiera realizar para lograr mi cometido. Ahora solo soy un alma desprovista de emociones, atado a este despiadado mundo y a sus humanos que no cesan de autoinfligirse daño. Ya no veo al tiempo como un enemigo que castiga a la vida con la muerte, quizá la finita vida de los hijos de Eva solo sea una gentil muestra del universo para no condenarnos a presenciar la inmortalidad de nuestros errores, la única víctima del artificio soy yo y no aquellos que perecen con el avance de las manecillas. Deseaba salir del reloj y ahora quisiera estar dentro de él como todos los demás, pero una arruga o cana jamás serán vistas en mí, solo puedo tratar de sobrellevar mi condena hasta que la muerte se digne a apiadarse de mí y acabe con el dolor y la soledad.  Al final yo creí engañar a Cronos, pero el me volví objeto de su burla y maldición.

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