Cinco catorces de febrero

Por Marco Andrei Velit Casquero

Envueltas en una ligera brizna de febrero, las calles parcialmente húmedas contenían los pasos de un sinnúmero de parejas que se juraban amor eterno. Clarisse tenía veintiún años, una mirada penetrante y un cabello difuso que le cubría el rostro y la tristeza. Era muy bella, a pesar de que se esforzaba en ocultarlo. Hastiada, caminaba por el empalagoso espectáculo del cual era espectadora. San Valentín, Halloween, navidad, fin de año, día de las madres… eran fechas que alteraban sus nervios. Este catorce de febrero no era la excepción. 

Después de muchos años en los que el silencio crecía y la aplastaba, Clarisse había decidido finalmente sentarse con su pasado, tomar un café con él, hablar sin titubeos, y en el más mínimo descuido, molerlo a palos. No le era fácil; las heridas aún laceraban, las imágenes aún le rebelaban dolor. Necesitaba estabilizarse… ¡lo necesitaba más que nunca!

Los asientos de la plaza principal de la ciudad acogían en su totalidad a cándidos enamorados que, con osos de peluche en mano, flores y/o chocolates, alimentaban su alma de esa ridiculez llamada amor. Los vendedores ambulantes acechaban sin ningún rubor, el aire se percibía edulcorado, y los comercios se frotaban las manos adorando a un Dios embaucador llamado consumismo. A Clarisse le asqueaba presenciar toda esa exhibición, pero debía soportarla; su misión ardía con mayor vivacidad que su desagrado.

Pronto llegó a una zona alejada del centro y divisó, como quien ve llegar un barco tras un prolongado y penoso naufragio, una camioneta blanca con lunas polarizadas. Le pertenecía a él, sin duda. Se encontraba estacionado cerca de la puerta trasera de un local donde se llevaba a cabo una fiesta. Clarisse se acercó al lugar, accionó los primeros pasos de su plan y esperó: unas horas de determinación serían nada frente a siete años de indecisión. Cogió su teléfono y marcó un número que tenía registrado. Al otro lado de la línea un policía preguntó: “Comisaría de la ciudad, ¿en qué la podemos ayudar?”

En el momento en que la policía irrumpió en la fiesta clandestina, Enzo ―como en anteriores ocasiones― tenía ya lista la bebida adulterada con una pastilla ‘mágica’ que aumentaría la dopamina en el cerebro de su acompañante estimulándola sexualmente y, de esa forma, la llevaría fácilmente a un hotel. “Puta madre, no puedo volver a la cárcel” ―exclamó, a la vez que arrojaba la bebida al suelo― y sin importarle el destino de la menor de edad, se escabulló por entre la gente con dirección hacia la zona posterior del local donde se hallaba la cocina y salió por una puerta falsa que solo algunos concurrentes conocían. Con el humor invadiendo su cabeza, como una plaga hambrienta de langostas, se dirigió a su vehículo blanco. “Pero, ¿quién carajos habrá sido el soplón?” ―se preguntó, indignado― “Me jodieron el plan con la chiquilla”.

Al subir a su auto, y arrancar, no reparó en que llevaba como pasajera a un fantasma de su pasado. La frustración había tomado posesión de su cuerpo quitándole la cautela necesaria. Cuando la recobró ya era demasiado tarde; el carro se hallaba estacionado frente a una licorería poco iluminada, Enzo se disponía bajar para comprar unas cervezas cuando, a través del espejo retrovisor central, se percató de una silueta imprecisa que se incorporaba raudamente arrastrando un cuchillo.  No tuvo tiempo de reaccionar; la primera puñalada en la espalda lo doblegó, al mismo tiempo que advertía, con desconcierto, la complacida sonrisa de su atacante. La sangre se mezclaba con los gritos liberadores de Clarisse configurando una extraña catarsis.

Continuaron las estocadas en la espalda como golpes a la puerta del infierno. “Ambos acabaremos en ese lugar” ―pensó Clarisse― mientras seguía siendo conducida por la vehemencia y adrenalina. La sangre brotaba sin descanso paralelamente a la pérdida del conocimiento. Antes de perderlo por completo, Enzo oyó una voz que reconoció de inmediato. Pero aquella vez que la escuchó, esa voz le suplicaba que se detuviera, que la deje ir… que no la siga lastimando. Esta noche; los roles se habían intercambiado: “¿Ves esta lista? ―y puso frente a sus ojos un papel, Enzo solo distinguió letras confusas que figuraban su sentencia―. “Son los nombres de tus amigos, y obviamente tu nombre encabeza la lista. Te preguntarás el por qué… es fácil de responder esa pregunta: ¡fuiste tú el primero que me violó”.

Los oscuros recuerdos de sus actos pasados emergieron en la misma medida con el deseo de morir.

“A mi juicio, considero que lo recuerdas muy bien, ¿no es así? ¡Maldito enfermo! ¿No te trae nostalgia aquella fiesta de San Valentín donde me captaron, me convencieron de unirme a su grupo y me dieron un trago que contenía algo que hizo que mi cabeza diera vueltas? Cuando volví en sí, ya estabas dentro mío, adentro de un cuarto de hotel y con tus amigos como perros excitados esperando su turno. No pude defenderme porque el miedo me doblegaba y mi cuerpo no me obedecía, pero por dentro sentía todo el dolor junto con la repulsión de perder mi virginidad a causa de unos malditos retorcidos. Se turnaron una y otra vez para abusar de mí. ¡Solo tenía 14 años, infeliz!”

Cuando Enzo quiso hablar, un espeso chorro de sangre que expulsó por la boca, se antepuso a sus palabras y la oscuridad se difuminó por toda su mente; las agujas del reloj de su destino indicaban que era la hora de su muerte. “Púdrete en el infierno, violador” ―gritó Clarisse con la misma intensidad con la que el llanto la poseía― y continuó clavando y desclavando el cuchillo en ese saco inerte que era ya el cuerpo de Enzo.

De esa manera, Clarisse daba por iniciada su venganza. Le restaban cuatro objetivos más; cinco catorces de febrero en total. Tenía todo un año para planear al detalle su siguiente asesinato. 

Bajó del auto, la lluvia se había acentuado espantando a los caricaturescos amantes de las calles. Ella sonrió, finalmente su pasado tomaba formas menos punzantes a causa de la venganza. ¡Su venganza! 

Eliminaría a cinco lacras de la sociedad y al mito de un placentero San Valentín. 

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