Por Jonathan Ocmin Gaslac
Y, si quisiéramos cambiar el mundo
quemaríamos un hombre rencoroso en lugar de un árbol,
plantaríamos amor en los corazones
de aquellos que han aprendido a vivir
con la mezquindad
de su supervivencia y la calamidad
de todo aquello
que no pueda defenderse.
Si quisiéramos, digo, cambiar el mundo
prestaríamos oído a los corazones mudos
que a tiempo de gritar
por una tierra más en paz y más gloriosa
llevan quemándose las manos
largos estadios de carbón ardiendo
Y
sin importar, los derrames de petróleo,
la inconsistencia de nuestra culpa en la memoria propia,
la triste claridad
de que la tierra es nuestra
Y por ello
destrozamos cada espacio de su cuerpo,
diríamos algo más que un levantar de hombros.
Y, si quisiéramos cambiar, cambiar el mundo
nos faltarían años de artes en autoanálisis
y en psicología inversa, libros espléndidos
de teoría involutiva
para notar que hace siglos que se arrastra sobre nosotros
la cadena incontrolable
del horror
de ser tiempo sin espacio,
de ser tiempo que ha perdido espacio
porque a diferencia de aquellas culturas que respetaban la materia
hemos perdido el rumbo y olvidado
que este cuerpo, nuestro, tampoco es.
