Encuentro con el profe

Por Miguel Acquesta

       Basta un profesor – ¡Uno solo! – para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás. “Mal de escuela” (2007), Daniel Pennac

                                Belgrano, Capital Federal, primavera de 1985

Desde su adolescencia Martín deseaba ser escritor. Tenía muchas ideas y cierta facilidad para la expresión escrita. Pero le jugaba en contra la escasa perseverancia. Comenzaba un cuento y lo abandonaba. Llevaba mucho tiempo trabajando en una novela, pero nunca pudo avanzar más allá de la enumeración de los personajes. En ocasiones intentó escribir poesía, pensando que podría hacerlo por tratarse de una producción más breve, nunca llegó a escribir un poema completo. Se perdía en sueños y fantasías. Quería ser un poeta famoso o un escritor reconocido, pero no lograba materializar lo que se proponía.

Desde niño era un gran lector. Se suscribía y compraba cuanta revista literaria aparecía en el mercado porteño y las devoraba. Le gustaba recorrer librerías y sobre todo comprar libros. En eso gastaba la mayor parte de su dinero. No tenía predilección por un género en especial y la mayoría de los autores le resultaban interesantes. Tenía sus preferencias, pero descartaba casi nada. Leía sin parar, en general, dos libros en danza. Subrayaba, tomaba notas de temas, frases, giros o consejos útiles. La lectura reforzaba su motivación para escribir. Casi siempre dejaba el libro que estaba leyendo y se dirigía, entusiasmado, a la computadora. No había caso, a lo sumo redactaba el título y un par de renglones y abandonaba. Trataba de consolarse pensando que era joven y que ya llegaría su época productiva. Pero eso no lo convencía del todo. Vivía frustrado. Él debía producir algo, publicarlo para demostrarle a los demás, y a sí mismo, su talento.

El tiempo pasaba y no lograba materializar su aspiración. Se le ocurría un tema y comenzaba a divagar, a perder el hilo y el proyecto quedaba trunco. Tenía un cuaderno lleno de ideas, todas sin desarrollar.

No encontraba un espacio apropiado para trabajar. Ningún lugar era bueno para escribir. La gente, la radio, la televisión, los teléfonos, todos los ruidos le molestaban. Cualquier estímulo impedía la “concentración perfecta” como él llamaba a ese estado que decía necesitar para producir. Desmentía lo que afirmó uno de sus escritores preferidos, Roberto Arlt, quien escribió: “cuando llega el momento se escribe en el tranvía, en el café, en cualquier lado”.

Una tarde en la que estaba desesperanzado, mientras caminaba por Cabildo, sin rumbo definido, al llegar a Olazábal, vio venir a una figura conocida en sentido contrario. Alto, delgado, con su traje azul un poco arrugado, camisa blanca y corbata lisa al tono. Un poco desgarbado y con la libreta, en la que llevaba a cabo misteriosas inscripciones, en la mano. Se le acercaba el profesor Pena, su docente de Lengua y Literatura de segundo año en el Instituto San Román. Había aprendido mucho con él: Sus recomendaciones de libros fuera del programa oficial, las anécdotas sobre los autores argentinos en boga y su capacidad para estimular el gusto por la lectura en sus alumnos lo distinguían. Guardaba un recuerdo afectuoso del profe. quien leía sus trabajos y lo alentaba para que escribiera. Hizo que algunos cuentos suyos se publicaran en la revista de la escuela.

El profesor caminaba sonriente hacia él, sin dudas lo había reconocido y venía a saludarlo. En ese momento Martín, cayó en la cuenta de que Pena lucía igual a como lo recordaba. Como si esos veinte años no hubieran pasado para el docente. Quedaron frente a frente.

“Hola Martín, te estaba buscando para charlar un rato” dijo sonriente como todos los martes y jueves en el Instituto. 

¡Profesor, qué alegría de verlo, tanto tiempo! Repuso Martín, algo desconcertado.

“Vení. Vamos a tomar algo” dijo palmeándolo. 

“Entremos aquí” ordenó Pena, señalando una pared. 

Martín se puso nervioso, miró para todos lados y no vio puerta alguna. Estaban en plena calle. Pena lo tomó del brazo con firmeza y lo llevó consigo. Martín se sintió mareado, no veía paredes, pero podía tocarlas y le resultaba increíble. Estaba dentro de un pasillo en plena avenida Cabildo. En un espacio estrecho por lo que debían caminar en fila india. El profesor señalaba el camino con su paso rápido. Él lo seguía con cierto temor. A medida que se internaban, los ruidos de la calle desaparecían. Movimiento, colores y sonidos se fueron esfumando.

Caminaron unos trescientos metros por el pasadizo hasta llegar a un espacio amplio. Allí Pena que señaló una mesa, dijo: 

“Acá podremos hablar”.

Dijo: “Café” y aparecieron dos humeantes pocillos.

“¿Vos querés ser escritor?”

“Así es” contestó Martín, que seguía algo confuso. Volvió a ser un adolescente, en su pupitre del aula de Segundo C, junto a la ventana que daba a la calle Migueletes, frente a su querido profesor de Literatura.

“Tenés condiciones para serlo, te lo he dicho muchas veces. Me gustaban tus cuentos, eran distintos a los demás.”

“Tal vez” balbuceó Martín.

“Pero escribir, como todas las actividades humanas, es un trabajo y no el fruto, una chispa de inspiración. Te voy a decir algo importante, cuando aprendas el camino que recorrimos y puedas hacerlo solo, día a día, lo serás. Seguí estas indicaciones que debí haberte anotado en tu carpeta hace veinte años y vas a cumplir tus sueños. Y los míos. Ahora voy a dejarte, tengo otras tareas que atender”

Antes de que Martín pudiera responder, Penna desapareció. Se quedó aturdido como lo estuvo durante todo el encuentro. Luego experimentó un estado que nunca había vivido antes. Sentía un deseo incontenible de escribir. En las servilletas de papel, de un tirón, creó un poema. 

Estaba muy cansado y decidió regresar a su casa, desandando el camino del profesor. Minutos después reapareció en la esquina de Olazábal y Cabildo. 

Esa noche durmió sobresaltado. No veía la hora de volver al lugar y continuar su obra literaria, aprovechando ese impulso que lo dominaba a partir del reencuentro. Al día siguiente regresó a la esquina, pero no pudo encontrar la puerta. Solo el movimiento de gente, los autos, los ruidos de siempre. Así pasaron varios días de ansiosa búsqueda y sin poder redactar ni una línea. 

Una semana después, con ayuda de la suerte, al fin la encontró. Abrió la puerta, ingresó al pasillo angosto, llegó a la mesa y volvió a escribir una página detrás de otra. El viaje se repitió día tras día. Por fin, sus ideas se volcaban en el papel con facilidad. 

Los amigos lo veían, cada atardecer, caminar por Cabildo, entrar a la Génova, sentarse cada día en la misma mesa pegada a la vidriera de Monroe y escribir sin interrupciones.

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