Por: Raquel Pietrobelli (Argentina)
Apenas vi el aviso en el diario, esa mañana, se me electrizó la piel. No sé por qué…
“Hotel Tequendama, Bogotá, Colombia, Municipio de Soacha, Cundinamarca.
Hotel de lujo, de estilo republicano, está junto a la Cascada del Tequendama, con 311 habitaciones, con suite presidencial, habitaciones juniors, jacuzzis, car-park, bar, salón de fiestas, atención las 24 horas de camareras y valets personales…
Antiguamente llamado “Castillo de Bochica”, construido entre 1923 y 1927, por el arquitecto Pablo de la Cruz.
El Salto del Tequendama, de 152 metros, se encuentra en el río Bogotá, que nace en los Andes y desemboca en el río Magdalena.
Este lujoso hotel se erige sobre un acantilado que le da origen al Salto de Tequendama, que en lengua chibcha significa “el que se precipita hacia abajo”.
¿Será por eso que muchas de las personas que frecuentaban el hotel culminaban su vida arrojándose al vacío?
Se veía que el lugar era impresionante… También estaba cargado de misterio e historias… Se decía que las personas que veían al Salto de Tequendama, se quedaban embrujadas por el lugar, como un refugio de tener una muerte segura, no solo por su altura, sino también por sus aguas contaminadas por residuos tóxicos de una fábrica cercana, por lo cual la gente lo había bautizado como “El lago de los muertos”.
¡La gente es tan imaginativa!… Necesita adornar las noticias con extrañas fábulas, cuentos que solo existen en una fantasía afiebrada… Ja, ja, ja… Seguro que estaba todo armado para atraer incautos turistas. Seguro.
“Según la historia, el nombre de esta imponente cascada proviene del legendario guerrero Tequendama, quien, después de matar a sus esposa y a sus hijos, se suicidó saltando desde lo alto de la cascada.”
Inmediatamente supe que ese era mi lugar para conocer.
Una obsesión extraña se apoderó de mí, una idea acuciante me fue ganando: conocer el lugar. Conocer el lugar… Entonces, le dije a Alan de trasladarnos hasta el castillo, que estaba tan solo a 30 km de Bogotá, en donde estábamos residiendo, con un grupo de turistas. Y así lo hicimos.
Cuando nos íbamos acercando al hotel, por un angosto camino riscoso y escarpado, ya se veía de lejos la humareda que levantaba esa extraordinaria cascada, el estruendo estrepitoso del golpe del agua contra esas rocas milenarias.
Estábamos profanando la selva, cruzamos una explosión de verdores multicolores y flores: bromelias, orquídeas, pasifloras, nenúfares gigantes… cocoteros y lianas que se entrelazaban en un intrincado paisaje salvaje.
Los trinos de los pájaros y los extraños ruidos de la selva colombiana nos cautivaron; los chirridos de los insectos, las aves que sobrevolaban los aires, libres, esos árboles gigantes, balanceándose en las alturas…Todo era un ensueño.
Cuando traspusimos las enormes rejas negras, el corazón me latía, indómito.
Era como una niña a punto de recibir un regalo de navidad. El más esperado, el más insólito del mundo. La ansiedad por contemplar esas aguas cayéndose desde tan alto, me carcomía.
Apenas llegamos, corrimos al balcón que daba directamente a la vista de esta monstruosidad.
Desde allí pudimos ver la cascada, era un perfecto balcón.
Majestuosa, como sacada de una tenebrosa postal, estaba metida en la espesura de un cerrado bosque, rodeada de las montañas de los Andes.
La sensación que tuve al observar esa masa de agua precipitándose al negro vacío… Fue incomparable. Era el infierno en la tierra. El ruido era ensordecedor, esos chorros inmensos, esas lenguas infernales retorciéndose desafiantes hacia un abismo rocoso, en forma circular, en donde no se atisbaba el fondo.
Era una imagen dantesca, la presencia del Más Allá, el Reino de los Sin Nombre…
Mi alma se estremeció ante tanta magistral, aterradora magnificencia.
La segunda vez que vimos la cascada desde ese balcón, volví a incursionar en ese mundo irreal, donde existía solo yo y las aguas turbulentas. Desaparecía todo vestigio de otro ser humano, todos ser viviente, toda marca de humanidad…Era yo y esas fascinantes aguas. Nadie más.
EL oscuro pozo, donde fenecían las aguas atronadoras… Tenía un extraño embeleso. Dentro de esas magnitudes agobiantes, de esos espeluznantes paredones musgosos, impregnados de gritos desesperados de los suicidas, sofocados de penas inescrutables, doloridos por los tantos llantos que habrán derramado esas almas desesperadas que habían caído como muñecos grotescos en esas aguas infectadas… hacia ese último, horroroso lecho de muerte, reposo indigno, para toda la eternidad.
Acuciantes fantasmas salían de las rocas, abriendo los brazos, llamándome a acunarme en sus pechos cálidos, acogedores. Me invitaban, solícitos, a que ingrese a ese mundo prometedor, a una exquisita calma y sensual nirvana, a la dulce quietud de los sin tiempo. Me ofrecían el universo de la extrema belleza, de la excelsa perfección y la plenitud eterna.
La última noche de mi vida, ya no puede dormir. El ruido enloquecedor de la catarata me torturaba, resonaba en mi cabeza como una melodía, un raro réquiem de mortales arpegios.
Salí al frío de la madrugada. Respondí al llamado de los Innombrables.
Yo ya no tenía nada que hacer en este mundo, me dijeron. Merecía beber el elixir del vuelo pródigo, de la libertad suprema. Merecía escanciar de los aires vírgenes, que no fueron jamás aspirados por ningún otro mortal…
Me levanté el camisón rosa, para traspasar las rejas, abrí los brazos y me lancé al vacío, con una infinita felicidad…
Lo último que vi, fue la Virgen de la Buena Esperanza, imagen ubicada en las orillas del río Bogotá, antes de hundirme para siempre en las entrañas de las burbujeantes aguas oleosas que me estaban esperando allá abajo, desde siempre.
