Por: Atilio Escuder García (Uruguay)
A la hora de la siesta, Dolores se asomó al cuarto donde dormían sus dos hijos mellizos. Seis años de vida arropados en la misma cama, uno abrazado al otro, en dulce simbiosis.
Las sábanas los acogían, repletas de migajas de ternura, todas ellas convertidas en una enorme hogaza de amor.
A excepción de los ojos, negros como el carbón, la constitución física de ambos resultaba dispar. La genética había trazado sus planes para cada niño. La corpulencia de Matías contrastaba con la delgadez de Guzmán. En aquellos tiempos, a mediados del siglo pasado, el ser delgado para el común de la gente, resultaba poco saludable. Podía incluso esconder el síntoma de alguna enfermedad. En cambio, el estar gordo era considerado sinónimo de salud.
Dolores se fijó en sus manos. Las manchas blanquecinas que las recubrían eran fruto de su antiguo trabajo de lavandera. Incluso, la nervadura de las palmas había perdido su trazado. Al palpárselas, sentía un gran vacío. Para compensarlo, nunca dejaba de acariciar las manos de sus hijos. Dibujaba en ellas, con la yema de los dedos círculos concéntricos, uniendo las líneas de la vida y del corazón. El cosquilleo era compartido. Sentía el regocijo de ambos niños que alimentaba el suyo. Al mismo tiempo, les cantaba nanas y tonadillas propias de Redondela, el pueblo de Galicia donde había nacido. Los niños abrían y cerraban los ojos rebosantes de dicha. Era la forma de pedirle a la madre que siguiera pincelando caligramas en sus palmas. Con el tiempo, dejaría de ser Dolores para transformarse en Mamá Palmita. El cariño que denotaba este apelativo fue dejando en el olvido al otro, hasta hacerlo desaparecer.
Matías y Guzmán nacieron de parto natural a los siete meses. Siempre se discutió a nivel familiar cuál era el mayor. Si el que fue concebido primero, o el que había nacido antes. Lo cierto es que el vientre de Dolores se asemejaba a una enorme pelota que supo llevar con firmeza y valentía, ya fuera cuando viajaba en el tranvía 28, casi siempre repleto por la avenida General Flores rumbo a su trabajo en una fábrica de vidrio, o cuando cumplía con las tareas de ama de casa. Enrique, su marido siempre la ayudaba en todo. Luego de trabajar ocho horas en la usina eléctrica estatal, llegaba rendido al hogar para estar reunido con sus seres queridos. Lo que más disfrutaba era acariciar el prominente abdomen de su esposa y apoyar la cabeza en él para disfrutar de las pulsaciones de vida provenientes de su interior.
Sin embargo, faltaba una pincelada para completar este cuadro de felicidad familiar. Los dos niños aún no habían ingresado al mundo simbólico del lenguaje. Solo sonidos ininteligibles brotaban de sus labios, formando una especie de código a través del cual ambos se entendían a la perfección. Dolores no ocultaba su preocupación. Les hablaba en voz baja y serena, cálida a la vez, tratando que las palabras se escaparan de su recóndito escondite.
Enrique siempre la tranquilizaba:
-No te preocupes. Acuérdate de lo que nos dijo el pediatra. Hay cosas en la vida que requieren más tiempo del previsto. Ya llegará el día en que empiecen a hablar.
Esa tarde, a las cinco en punto, Dolores despertó a sus hijos, acariciando sus delicadas cabecitas. Otra vez sintió ese algo tan especial que la llenaba de gozo. Era mediados de enero y el carnaval se desperezaba después de una larga hibernación. A las siete de la tarde comenzaría el desfile tan esperado.
Vistió a sus hijos como lo tenía preparado. A Matías lo disfrazó de pirata y a Guzmán de chino. Todo con elementos caseros. El corcho quemado fue de gran ayuda para esbozar los bigotes correspondientes. Espiralado para el primero y cóncavo para el segundo.
Llegada la hora, tomó de la mano a sus hijos, y se dirigió a la avenida que quedaba a tres escasas cuadras. Una vez en el lugar, desplegó la silla que llevaba bajo el brazo y se sentó en ella. Matías y Guzmán en su regazo, expectantes. Enrique pronto saldría de su trabajo y se uniría a ellos.
El desfile comenzó puntualmente. Primero el carro de la reina, custodiado por varios cabezudos. Luego los carros alegóricos, y más atrás las comparsas con el repiquetear de tambores.
De pronto, desde el centro de la calle, se acercó a ellos un dragón que se contorsionaba. Al verlo, Dolores se retrotrajo a su infancia cuando su madre la llevaba siempre, junto a su hermana Olga, a la fiesta anual de la Coca. Sentadas en su enfaldo, ella con su voz tierna y envolvente, les contaba que la Coca era un monstruo mitológico con forma de dragón alado y cola de serpiente que había sido derrotado por los jóvenes mozos del lugar. En honor a esa proeza, se realizaba el desfile por la calle principal de Redondela, cubierta en toda su extensión por una alfombra floral. Dolores y Olga se arrebujaban aún más en la falda de su madre cuando veían pasar al engendro retorciéndose de un lado a otro. Sentían el calor maternal que se filtraba en sus cuerpecitos de niñas.
Dolores sonrió cuando el dragón inclinó su cabezota tocando la de los dos niños. Guzmán se asustó, ovillándose en su cobijo. Matías, todo lo contrario. Se paró delante del cabezudo. Clavó la mirada en sus ojazos. El fantoche no se movió. Luego fue bajando la vista hasta que algo llamó su atención. Dentro del enorme armazón de cartón piedra, notó otros ojos más humanos como los de su madre, como los de su padre, como los de Guzmán, como los suyos. Abrió la boca, asombrado. Desde allí, las palabras se asomaron al mundo exterior:
-Ma…mi…el…dra…gón…ti…e…ne…..cu…a…tro…o…jos. Hay…un…se…ñor …den…tro.
Al escucharlo, Guzmán perdió el miedo y se aproximó al cabezudo. Lo observó.
-Sí…el…dra…gón …se lo…comió.
Al fin, la puerta de la celda donde el lenguaje purgaba su reclusión, se había abierto.
Mamá Palmita abrazó a sus hijos. No pudo contener las lágrimas. Estas comenzaron a resbalar por sus mejillas, dejando surcos de amor.
