Lágrimas de humo

Por Dante Márquez Martínez (México)

Se terminó el último trago de vino a la vez que la lágrima descendía por su mejilla. El ambiente estaba viciado por el aroma de los puros. Ambos reposaban sentados mirando a las nocturnas nubes.

—Y ahora yo me pregunto —dijo el melancólico hombre con el puro entre sus dedos—. ¿Dónde estaba ella cuándo más la necesitábamos?

El otro hombre sostuvo la botella de vino, observando cómo las lágrimas se apoderaban de su acompañante —Carlos, tienes que entender que es una cosa a la vez. Perdóname, pero no puedes recriminarle que después del funeral se fuera, también fue difícil para ella perder a mamá.

—No me vengas con eso, Felipe —contestó Carlos enjugándose el lagrimeo—. Nos dejó con la deuda de la hipoteca y al cuidado del pequeño Pepe. Teníamos que estar juntos como hermanos en esos tiempos, es lo que mamá hubiese querido. 

Felipe se sirvió otra copa mientras Carlos exhalaba hileras de humo —Y venos ahora, Pepe está por entrar a la universidad, tú y yo logramos pagar las deudas y comprarnos esta bella casa. Mamá estaría orgullosa —contestó Felipe. 

—Lo sé. Lo que no logro aún comprender es que después de tanto tiempo ella regrese como si nada hubiera pasado —las lágrimas volvieron a manifestarse en el moreno rostro de Carlos—. Fueron diez años, Felipe, diez años sin saber de ella. No es justo que vuelva en este preciso momento, no lo tolero—. Dijo apretando su puro contra el cenicero. 

—Mira, Carlos. Debemos entenderla, reconciliarnos con la idea de volverla a ver. Sé que ha cambiado —Felipe terminó de beber su copa—. Nos costará tiempo, pero volveremos a ser tres. Solo ten fe, Carlos. Ten fe.

Tras decir eso, Felipe se levantó y le dio un par de palmadas en el hombro a su hermano —Tratemos de descansar un poco, ¿te parece? Mañana nos espera un gran día.

Carlos asintió torciendo sus labios. Felipe se metió a la casa. 

Las nubes seguían avanzando por el silencioso cielo mientras Carlos reflexionaba. Habían pasado casi dos horas desde que Felipe lo dejó. Solo le quedaba un puro por consumir.

El humo se seguía elevando hacia la plateada luna, la cual estaba en su cénit. El argénteo fulgor del astro siempre le recordaban a Carlos esas noches de pijamadas, esas largas veladas de horas y horas en las que su mamá les contaba historias sobre tres hermanos que jamás se separarían, inclusive con el pasar de los años. 

La luz al interior de la casa interrumpió su nostalgia. 

—¿Tío Carlos? —interrogó una amodorrada voz.

—Hola, Pepito. ¿Qué haces despierto a estas horas? —respondió, pasando sus manos por sus ojos y mirando su reloj.

—Tenía sed. ¿Estás bien? Es por lo de mañana, ¿no? Al fin conoceré a mi mamá.

—Sí, Pepito. Mañana nos reencontraremos todos —dijo el hombre apagando su puro y tratando de sonreír—. Anda, ve a dormir. Yo te sigo. 

Y así Carlos, aun con su mente llena de dudas, se metió en la casa. Solo quedó la luz lunar. 

Al día siguiente arribaron a la terminal de autobuses. Los tres hombres se encontraban nerviosos. Finalmente, llegaron frente a la estación en donde estaba el camión con destino al municipio de Tecámac, ahí la gente descendía con sus equipajes reuniéndose con sus familiares en la sala de espera. 

Pepe tenía a Felipe abrazado por el hombro mientras este último se mordía las uñas aguardando la llegada de su hermana. Carlos mantenía los brazos cruzados disimulando que su corazón latía a gran velocidad. 

Felipe no pudo aguantar la ansiedad, así que se dirigió al oficial de la línea autobusera preguntando por la pasajera de nombre Paloma. El oficial se alejó un momento para hacer una llamada. Carlos y Pepe se acercaron, Felipe no dijo nada, pero se seguía mordiendo las uñas con celeridad. Observaron expectante al oficial quien había colgado el teléfono y se dirigía de vuelta hacia ellos, su rostro denotaba tristeza.

—¿Qué pasa, qué le dijeron? —preguntó Felipe con la voz casi ahogada.

—Lo siento, señor Valdez. Los paramédicos no pudieron hacer nada.

El pecho de Felipe se enfrió, se quedó paralizado. Carlos, confundido, preguntó al oficial lo que ocurría. Apenado el trabajador les dijo que a mitad del camino, Paloma había tenido un infarto y que apenas la cruz roja pudo comunicarse para avisar del deceso. 

—¿Tío? —preguntó Pepe, desconcertado, pero Felipe no dijo nada, regresó a la sala de espera y se sentó mientras se inclinaba para llorar.

—Pepito… déjalo solo un rato —dijo Carlos al joven mientras lo sostenía del hombro—. ¿Hay algo que podamos hacer? ¿Dónde está esa estación de la cruz roja? —cuestionó al oficial.

—Tenemos su equipaje. Venga, se lo daré, después procederemos con lo demás.

Carlos asintió y recogió una pequeña valija morada, la misma que ella se había llevado el día de su partida. 

—Tío Carlos, ve a abrir la maleta con el tío Felipe, yo me encargo de lo demás —dijo Pepe mirando a los ojos a Carlos. 

—Gracias, Pepito, eres un gran muchacho.

Carlos fue hacia donde Felipe, quien seguía llorando. Ambos abrieron la valija y en medio de ropa y cajas de madera encontraron un sobre. Felipe, lagrimeando, abrió el sobre y de él sacó una fotografía.

Ambos observaron unos instantes la fotografía. Después se abrazaron y comenzaron a llorar iluminados por los rayos del sol de mediodía. La imagen se deslizó de las manos de Felipe cayendo frente a ellos, se trataba de una fotografía de tres hermanos en pijama junto a una madre que los estrechaba entre sus brazos con una cálida sonrisa. Y en el extremo superior derecho de la fotografía venía escrito con elegantes letras: “Espero algún día podamos volver a estar juntos, hermanos. Perdónenme”.  


Dante Márquez Martínez es estudiante de biología en Facultad de Ciencias, UNAM. Ha escrito cuentos cortos para revistas y libros.

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