Por Adair Zepeda
I
El otoño se cierra mientras la luna recorta sus formas aéreas,
el brezo y la niebla anda los prados antes de caer
para adivinar su mansedad extendida.
Queda poco del verano, como queda poco del calor en la boca
salvo el cantar de las aves que abren su plumaje
para ungir las plumas con la sangre
de las mañanas que se acumulan.
Del este llegan los ventarrones para aniquilar la tarde
como una palabra que se prorroga al ser pronunciada
mientras tenga sentido en la longitud de la lengua;
la palabra y la lengua.
II
Yo que soy todas las voces
¿acaso puedo cantar?
Yo que soy todas las palabras
¿acaso puedo cantar?
Yo que soy todas las vidas del hombre,
¿acaso puedo atestiguarlo?
Convertir el sueño en una festiva fragancia sónica
que llene los pulmones hasta sentir asfixia,
convertir el signo sobre las superficies
hasta horadar con tinta el nombre íntimo
que las estrellas dieron a todo y mirar a la gente
pasar de largo frente a mi jardín de equivocaciones místicas
que regalo a la hojalatería de los relojes;
ser la piedra que soporta el golpe del viento
y se rompe con el agua,
la mansa y fresca agua de lo que no se detiene,
hasta que el río es indistinguible de la mente
y algunos caracoles luminosos revientan por el paso de la noche
que va llenándolo todo, llenándonos,
a fuerza de dejar vacío el pecho y la mesa,
cada uno más fino que el otro.
III
Hay aves que regresan cada otoño
a buscar los nidos en las ramas más viejas,
y hay esas aves que revolotean bajo las vigas.
Yo las miro. Las miré antes, cuando polluelos,
y las miro ahora revolviendo con las diminutas alas
los destrozos del polvo y un otoño que emerge del valle.
Pienso en los nidos que cuelgan,
en las ramas y los tejidos que se enroscan como serpientes de vidrio,
como los laberintos en que dormían los tigres,
llenarse de todo lo evidente a la salida del cielo.
El comienzo de la esfera es cada sitio
en que sus entrañas acercan las superficies
para comenzar de nuevo.
A veces pienso en las aves y en sus nidos,
la forma que la sal de las manos tumba la mampostería.
Cada ave y cada otoño son mi propia vuelta a casa,
y cada nido rehecho del que brotan los picos de las avecillas
una modesta promesa sobre la inmortalidad
que voy recuperando entre las líneas.
